La narrativa feminista contemporánea se erige como un compendio de contradicciones, donde la vorágine de ideas radicales y la dilución de conceptos básicos generan un caldo de cultivo absurdo. Al escudriñar el vasto océano de posturas dentro del feminismo moderno, uno se pregunta: ¿realmente hemos avanzado o hemos caído en un laberinto ideológico? Este artículo se Venture en el análisis de las polémicas actuales que circunscriben el feminismo, mirando con un ojo crítico y provocador las pretensiones de transformación social que, en algunos casos, parecen desbordar la razón.
Para iniciar, es imperativo deslindar el feminismo de su origen luchador. En sus primeras manifestaciones, buscaba la equidad, los derechos reproductivos y la eliminación de la violencia de género. Sin embargo, hoy en día se han fraguado nuevas corrientes que, lejos de educar e informar, optan por deslegitimar al sexo masculino en un intento, a menudo fallido, de erradicar un patriarcado que, si bien existe, no es el único responsable de las adversidades que enfrentan las mujeres. Aquí se abre una paradoja: ¿es posible construir una sociedad equitativa si todos los hombres son considerados como enemigos por definición?
Las acciones de ataque y descalificación, caracterizadas por el término “mangecido”, son un testimonio palpable de este fenómeno. Este vocablo, que refiere a aquellos hombres que defienden los derechos de las mujeres, se convierte en objeto de desprecio. En este escenario se nos plantea un reto crucial: hay un espacio para el diálogo o estamos condenados a la polarización eterna? La etiqueta de privilegio asignada a los hombres ignora las complejidades individuales de identidad, oportunidades y, por supuesto, lucha personal. Este enfoque unidimensional no solo es simplista, sino que anula la posibilidad de comprender la red de interacciones humanas que existen en nuestra sociedad.
En medio de este maratón de ideas volátiles, surge otro concepto que merece atención: la sexualidad. Los discursos modernos intentan controlar y redefinir, incluso demonizar, las relaciones interpersonales, como si el deseo y la atracción fuesen esquemas simples que pueden encasillarse. ¿Por qué se ha llegado a demonizar la atracción heterosexual entre hombres y mujeres? En este viaje hacia el empoderamiento femenino, ¿es realmente necesario eliminar el coqueteo, una expresión ancestral del afecto humano? Aquí el feminismo peca de sobreuniversalizar su causa, sin considerar que la sexualidad es, inherentemente, un aspecto complejo de la existencia humana.
Siguiendo en esta línea, también es clave cuestionar la noción de empoderamiento. Si el feminismo moderno promueve la igualdad y la libertad, ¿por qué a menudo se percibe como un movimiento que exige una férrea adhesión a sus dogmas? Este nuevo orden feminista parecería castigar a aquellas mujeres que eligen –de forma libre y consciente– actuar dentro de estructuras tradicionales, como el matrimonio o la maternidad. ¿Acaso la libertad de elección se está convirtiendo en un concepto atado a la conformidad de un ideario? La pluralidad de experiencias de vida debería ser celebrada, no fuertemente regulada por la ortodoxia de un movimiento específico que, lejos de emancipar, impone confines estrechos.
Por otra parte, hablemos del lenguaje. Esta es, sin duda, una de las arenas donde el feminismo moderno se batalla consigo mismo. A la lucha por el lenguaje inclusivo se le añaden propuestas a menudo confusas. Cambios que parecen más un capricho o una invasión del buen gusto que una necesidad efectiva para garantizar la equidad. Se exige que la lengua ajuste su gramática a los principios de una ideología, ignorando que la lengua es, en esencia, un organismo vivo. Entonces, ¿deberíamos aceptar una mutilación del lenguaje, a expensas de la fluidez y la belleza que este puede ofrecer? Por muy noble que sea la intención, las imposiciones lingüísticas pueden solapar el argumento original y transformarlo en un arma de doble filo.
A medida que se añaden estas capas de complejidad y confusión, es fundamental no perder de vista las luchas genuinas que deben ser sostenidas por el movimiento feminista: el acceso igualitario a la educación, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo y la erradicación de la violencia de género. Sin embargo, las discusiones que deberían centrarse en estos temas han sido suplantadas por arrebatos de indignación enfocados en ampliar categorías y redefinir roles. ¿El feminismo moderno ha dejado de ser un vehículo de cambio y transformación para convertirse en un estigma que relega a un segundo plano las verdaderas necesidades de las mujeres?
Desde la violencia interseccional hasta la confusión en torno a las identidades de género, es evidente que la búsqueda de respuestas es incesante. El feminismo moderno enfrenta una crisis de identidad profundamente arraigada en sus propias contradicciones. Es aquí donde surge la invitación al lector: cuestionar, reflexionar y dialogar. La lucha por la reivindicación y los derechos no debe olvidar la esencia de su génesis; aquellas mujeres que lucharon por la igualdad de género lo hicieron con el anhelo de ser escuchadas, no de ser canceladas. Este es un momento oportuno para reexaminar los postulados actuales, provocar el análisis crítico y abrir un diálogo que permita construir un feminismo realmente inclusivo, que no sólo abogue por una parte de la población, sino que celebre la diversidad y la complejidad de lo humano.