La gestación subrogada ha irrumpido en el debate contemporáneo sobre los derechos reproductivos, como un torrente que desdibuja las fronteras entre la voluntad y el cuerpo, entre el deseo de paternidad y los derechos de las mujeres. Pero, ¿por qué las feministas se resisten a apoyarla? Para responder a esta pregunta, es fundamental abordar la cuestión desde múltiples ángulos: la ética, los derechos humanos, y la explotación inherente que a menudo rodea este fenómeno.
La primera reflexión que nos surge es la noción de agencia y autonomía de las mujeres. En una sociedad patriarcal, la libertad de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo ha sido, históricamente, un campo de batalla. La gestación subrogada, en muchas ocasiones, se presenta como una opción «libre», cuando en realidad puede ser un espejismo que oculta una dinámica de poder desigual. En este burbujeante caldo cultural, muchas mujeres se ven empujadas a actuar como incubadoras, no siempre por elección genuina, sino a menudo por presión económica o desesperación. Es esta coerción la que contradice el principio de autonomía que tanto valoran las feministas.
Un segundo aspecto a considerar es la deshumanización que acompaña al proceso de gestación subrogada. Cuando una mujer lleva un niño en su vientre que no es suyo por derecho, se establece una relación transaccional que reduce la experiencia de la maternidad a una simple mercancía. Esta perspectiva transforma la capacidad gestacional en un bien negociable, un producto cuya valor y significado son despojados de su contexto emocional. En esta narrativa, el feto se convierte en un objeto de deseo, y la mujer que lo gestó, en un recipiente desechable cuando ya ha cumplido con su función. Los feministas argumentan que esto no solo perpetúa la explotación, sino que socava los valores esenciales de la maternidad y la familia.
La opción de la gestación subrogada plantea, además, cuestiones éticas intrincadas. La práctica se basa en una premisa de customización, donde los padres contratantes dictan las condiciones, seleccionan características y, en algunos casos, incluso el patrimonio genético del niño. ¿Dónde se ubica la línea entre la procreación deseada y la manipulación calculada? Esta búsqueda de control sobre la vida humana se asemeja a una forma de colonialismo reproductivo, donde las decisiones sobre la vida de un ser humano son tomadas por quienes tienen los recursos para hacerlo. Esto plantea interrogantes inquietantes sobre el valor del ser humano y los derechos inherentes que debería tener, independientemente del contexto socioeconómico de la madre gestante y del niño no nacido.
La perspectiva feminista también se ocupa de las desigualdades de clase y raza que se evidencian en la gestación subrogada. En muchos contextos, las mujeres que ofrecen sus cuerpos como gestantes son aquellas que pertenecen a clases desfavorecidas; se convierten en mercancía en un sistema que les ha negado múltiples derechos a lo largo de su vida. Esta explotación plantea una dinámica profundamente injusta, donde la desigualdad de clase se convierte en el marco que sostiene la desigualdad de género. Cuando se le da luz verde a la gestación subrogada, se corre el riesgo de perpetuar estructuras de opresión, en lugar de desmantelarlas.
La noción de «maternidad comercializada» es una de las ideas más inquietantes que surgen del debate. Este término nos obliga a reflexionar sobre cómo se han commodificado las emociones y los vínculos humanos, convirtiendo experiencias profundamente personales en transacciones. La respuesta a esta transformación no puede ser otra que un rechazo firme y contundente. La maternidad debe ser un acto de amor, no una operación financiera. Las feministas argumentan que las relaciones humanas no deberían basarse en contratos, sino en la autenticidad del vínculo que se establece entre madre e hijo.
Es fundamental no solo criticar, sino también ofrecer alternativas. La lucha feminista por la equidad en la reproducción debe enfocarse en asegurar que todas las mujeres tengan acceso a servicios de salud reproductiva de calidad, a educación sexual integral y, sobre todo, el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos. Las feministas no se oponen al deseo de ser madres, sino a la transformación de la maternidad en una mercancía. Esto implica replantear el papel de la paternidad y enfocarse en la creación de un entorno que apoye a las familias, no a través de la explotación, sino mediante el respeto y la justicia social.
En conclusión, la resistencia de las feministas hacia la gestación subrogada no es un rechazo a los deseos de las personas que anhelan ser padres, sino una defensa de los derechos esenciales de las mujeres y de la dignidad humana. Al debatir este tema, es esencial visibilizar las múltiples capas de explotación y manipulación que a menudo son ignoradas. Se debe fomentar una discusión que reconozca el valor esencial de la autonomía femenina, la ética de la maternidad y la necesidad de construir un mundo donde las decisiones sobre la reproducción no sean una transacción, sino un acto de amor. En este viaje, queda claro que la lucha por los derechos reproductivos continúa siendo un campo fértil de resistencia y transformación.