¿Por qué no me fío de los hombres feministas? Confianza y contradicciones

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La llegada de hombres que se autodenominan feministas ha suscitado un torrente de respuestas encontradas. Por un lado, celebramos su aparente rechazo a las normas patriarcales, pero, por otro, surgen en mí dudas fundamentales que me llevan a cuestionar la autenticidad de sus intenciones. En este laberinto de contradicciones, permitidme explorar por qué no me fío de los hombres feministas: ¿acaso representan un cambio necesario o son simplemente una amalgama de nuevas estrategias para perpetuar el statu quo?

Para comenzar, es imprescindible realizar una distinción crucial entre el auténtico feminismo y una visión superficial que algunos hombres adoptan como una especie de disfraz. La metáfora del camaleón es particularmente evocadora en este contexto. Así como este animal se transforma para adaptarse a su entorno, muchos hombres asumen la etiqueta de «feministas» no por un compromiso genuino con la causa, sino para aprovechar un capital simbólico que les permita entrar en espacios que, antes, les estaban vedados. Esta adopción performativa del feminismo puede resultar en una falsa camaradería donde el objetivo primordial es beneficiarse de la narrativa feminista sin abordar las estructuras de opresión que siguen sosteniéndolos en la cúspide del poder.

En consecuencia, surgen numerosas preguntas sobre la naturaleza de su compromiso. ¿Se trata de un deseo sincero de desafiar el patriarcado o simplemente pretenden ser parte del «club»? Aquí es donde las contradicciones se vuelven insoportables. Muchos hombres que se presentan como aliados del feminismo son los mismos que, en espacios privados, perpetúan actitudes misóginas o minimizan el sufrimiento de las mujeres. Se convierten en el perfecto ejemplo de la hipocresía: prometen la construcción de un mundo más equitativo al tiempo que mantienen un pie en la cultura patriarcal que tanto dicen combatir.

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Además, esta tendencia a utilizar discursos feministas para sus propios fines a menudo oculta una culpa subyacente. Algunos hombres se ven arrastrados a columnas de autocompasión, en las que reflexionan sobre su privilegio, pero rara vez están dispuestos a dar el paso necesario para ceder realmente ese privilegio. Estas reflexiones son, en el mejor de los casos, una forma de terapia personal; en el peor, una estrategia manipuladora para blanquear su imagen. Pero, ¿de qué sirve el arrepentimiento sin acción transformadora? Es un eco vacío que no resuena con las luchas diarias de las mujeres que verdaderamente están en el frente de batalla.

Por otra parte, es evidente que el feminismo también ha creado un espacio para el crecimiento masculino. Sin embargo, hasta qué punto este crecimiento es auténtico y no simplemente un intento de mostrar alta moralidad se convierte en una preocupación válida. La balanza entre el reconocimiento de la agraviada y el colapso del ego masculino se encuentra en constante movimiento. Muchos hombres feministas a menudo desbordan espacios que deberían ser, por naturaleza, femeninos, dejando poco espacio para la voz auténtica de las mujeres. Se convierten, así, en los nuevos narradores de historias que no les pertenecen, un fenómeno que se puede comparar a los colonizadores que narran la historia del país que han invadido.

Esto nos lleva a la necesidad de establecer límites claros. La confianza no se construye simplemente con palabras de apoyo; requiere acciones concretas y empatía real. Un hombre feminista debe ser capaz de escuchar a las mujeres, de permitir que sus voces se eleven por encima de las suyas y, sobre todo, de aceptar el hecho de que su experiencia y sufrimiento jamás pueden compararse. En este sentido, la idea de que las mujeres «necesitan» aliados masculinos es problemática. La lucha feminista es un movimiento autónomo, no una empresa inclusiva donde los hombres puedan bobear sobre lo que creen que es mejor para el feminismo en su conjunto.

Por último, la cuestión de la comunidad masculina que se identifica como feminista puede dar lugar a una trampa sutil pero efectiva: la de la cooptación. Al convertir el feminismo en una cuestión de palabrería vacía, se corre el riesgo de despolitizarlo, convirtiéndolo en un mero adorno que embellece el discurso de algunos hombres. Esto me lleva a cuestionar la autenticidad de la revolución en la que participan: ¿es un movimiento sincero o más bien una estrategia de posicionamiento que persiste en mantener la jerarquía de género intacta?

En este contexto, el escepticismo hacia los hombres feministas es más que una simple postura de desconfianza; es una necesidad crítica. Siempre hay un lugar para el diálogo y el entendimiento, pero sigue existiendo una inquietante desconexión entre el ideal masculino feminista y la realidad cotidiana de las mujeres. Para que el feminismo realmente avance, la aceptación de esta incomodidad y la disposición a desmantelar sus propios privilegios son pasos esenciales que todo hombre feminista debe estar preparado para dar.

En resumen, la fragilidad de la confianza en hombres que se emulan como feministas radica en la vertiginosa paradoja de sus propios deseos de redefinirse. El feminismo no debe ser un sello de aprobación; debe ser una lucha incansable contra un sistema que favorece a unos pocos. Y hasta que esa lucha no implique un sacrificio genuino por parte de los hombres que desean ser aliados, el escepticismo no solo es válido, sino necesario. Tras todo esto, mi inquietud tiene un propósito: no se trata de desechar a los hombres feministas, sino de exigir un compromiso genuino y una práctica inquebrantable que, finalmente, honorifique la lucha por la equidad y la justicia.

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