¿Por qué triunfó la manifestación feminista de 2018? Un antes y un después

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En el tejido social de la historia contemporánea, la manifestación feminista del 8 de marzo de 2018 se erige como un hito ineludible. Un antes y un después en la lucha por la equidad de género que dejó claro que el movimiento feminista no solo es relevante, sino absolutamente imprescindible. ¿Qué factores contribuyeron a su éxito indiscutible? La respuesta es multifacética, entrelazando la rabia, la solidaridad y un clamor incesante por justicia que resonó en cada rincón del país.

La manifestación de 2018 no fue un acontecimiento aislado; fue el producto de un contexto sociopolítico cargado de tensiones. En los años previos, las mujeres habían experimentado un aumento en la visibilidad de temas críticos, como la violencia de género y la brecha salarial. Las estadísticas se convirtieron en testimonios desgarradores: cada día, una mujer era asesinada por razones de género, cada semana, cientos de miles sufrían acoso en sus lugares de trabajo. La indignación colectiva comenzó a cocerse a fuego lento, culminando en una explosión masiva de protesta.

La huelga del 8 de marzo de 2018 fue un reflejo del descontento acumulado. Se convocó a las personas a parar, a dejar de trabajar, de estudiar y de cuidar. La magnitud de la participación fue abrumadora: millones de mujeres, hombres y personas no binarias se unieron en una orquestación de voces que reclamaban igualdad. Pero, ¿qué convirtió a esta manifestación en un fenómeno transformador?

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Primero, la fusión de diversas corrientes del feminismo. El 8M de 2018 trascendió las fronteras del feminismo de primera, segunda o tercera ola. Se unieron feministas radicales, liberales, socialistas y anarquistas. Esta amalgama de ideologías no solo generó un espectro más amplio de demandas, sino que también representó un cambio de paradigma en la comunión del movimiento. El feminismo dejó de ser visto como una lucha de las “mujeres privilegiadas” y se convirtió en un clamor inclusivo que abarcaba las distintas realidades vividas por aquellas que sufren en su propia piel la opresión: mujeres racializadas, inmigrantes, trabajadoras del hogar y muchas más.

En segundo lugar, la utilización de las redes sociales como vehículos de movilización. En 2018, el uso de plataformas como Twitter e Instagram permitió que los mensajes y las imágenes de la protesta se compartieran como pólvora. Hashtags como #8M y #NosotrasParamos se convirtieron en fenómenos virales. Las redes crearon una atmósfera de pertenencia y amplificaron las voces de aquellas que se sintieron marginadas durante mucho tiempo. La efectividad de esta estrategia digital fue innegable, y añadió una nueva dimensión a la lucha por la visibilidad.

Es crucial comprender que la manifestación no solo fue un evento. Sucedió en un momento donde la narrativa social comenzaba a dar la espalda a la normalización de la violencia de género. Las protestas del #MeToo en Estados Unidos y sus ecos en todo el mundo también influenciaron el fervor del 8M enEspaña. Las mujeres comenzaron a hablar, a contar historias que habían permanecido en la penumbra por generaciones. Se creó un efecto dominó: una decía “yo también”, otra se unía, y el relato global de la experiencia femenina comenzaba a ser reescrito.

Además, la confrontación de estereotipos fue vital. En un mundo donde las mujeres a menudo son despojadas de autoridad y voz, la manifestación se propuso desafiar esos paradigmas. Las intervenciones artísticas, las performances y las consignas clamando por “no es no” y “poder feminista” servían para restablecer el control sobre sus narrativas. Las mujeres no pedían permiso para ocupar el espacio público, lo reclamaban con una voz contundente y cargada de significado.

Este acto de apropiación del espacio público se tradujo en un mensaje claro: la lucha feminista no es un capricho temporal, sino un asunto crucial de derechos humanos. Y con ello, surgió un efecto adverso en la opinión pública que fue positivo en la medida que generó incomodidad en los espacios patriarcales. Fue un desafío directo a quienes se negaban a reconocer que la sola existencia de desigualdades era intolerable.

No se puede obviar el papel de las alianzas intergeneracionales que surgieron en este contexto. Las jóvenes activistas, armadas con la determinación de sus abuelas y la formación de sus madres, se convirtieron en catalizadoras del cambio. La sabiduría de las generaciones pasadas, combinada con el ímpetu de las nuevas generaciones, creó una sinergia explosiva. Juntas, apuntaron a las estructuras que perpetúan la injusticia y decidieron que ya era suficiente.

El resultado fue una manifestación que no solo reclamó derechos, sino que instauró un nuevo discurrir en la sociedad. Después del 8M de 2018, las conversaciones sobre equidad de género se volvieron ineludibles en todos los ámbitos: desde la política hasta la cultura, pasando por la educación y el ámbito empresarial. Se gestaron políticas públicas que comenzaron a reflejar las demandas del movimiento, un fenómeno que jamás debería ser menospreciado.

En conclusión, la manifestación feminista de 2018 no fue simplemente una convocatoria exitosa; dejó un legado imborrable. Fue una chispa que encendió un fuego que continúa ardiendo en la búsqueda de justicia e igualdad. La implicancia de aquel día se siente todavía hoy, pues cuestionó el statu quo y prometió un cambio de perspectiva que, a pesar de los retos, continúa su curso. Lo que se celebra no es solo un día, sino una lucha que persiste, una revolución que toma fuerza cada vez que una voz se alza, cada vez que se recuerda que la lucha no se detiene.

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