En el vasto y a veces tumultuoso océano del feminismo contemporáneo, hay una cuestión importante que merodea en la mente de muchas mujeres y hombres por igual: la disonancia entre la utopía prometida y la realidad que se vive día a día. La declaración «¿Cómo el feminismo me mintió?», aunque podría sonar como un lamento aislado, es en efecto el eco de demasiadas voces que han recorrido un camino de expectativas no cumplidas y decepciones profundas.
Para empezar, es fundamental desmenuzar la promesa intrínseca del feminismo: la búsqueda de igualdad, empoderamiento y liberación. Sin embargo, a menudo esta narrativa se presenta de forma simplista. Se engaña a quienes se atreven a abrazarla, sugiriendo que simplemente alzando la voz se desmantelarán instantáneamente los sistemas ancestrales de opresión. Así, la primera gran mentira se entrelaza en la creencia de que la lucha feminista es un sendero lineal y seguro. Lo es, en teoría, pero la práctica se asemeja más a un laberinto lleno de giros inesperados y paredes abrumadoramente opresivas.
Dissectando más a fondo, surge una segunda faceta de esta decepción: la falta de un enfoque inclusivo. Durante mucho tiempo, el feminismo ha sido percibido –y en ocasiones, promovido– como un movimiento predominantemente blanco y de clase media. La narrativa del feminismo se ha centrado en problemas que, a menudo, son ajenos a las realidades de las mujeres racializadas, de las que viven en condiciones de pobreza o de aquellas que pertenecen a diferentes orientaciones sexuales. Este fallo por parte de ciertos sectores del movimiento perpetúa una noción profundamente excluyente, afectando la autenticidad del discurso feminista en su conjunto.
A medida que se avanza en la exploración de esta decepción, otro punto crítico se presenta: la polarización del discurso. La tensión entre corrientes feministas radicales y liberales puede causar confusión y generar un clima de antagonismo que, irónicamente, contradice los principios de solidaridad y sisterhood que el feminismo debería fomentar. Se promueven luchas internas que desvían la atención de la verdadera opresión y de la lucha conjunta, haciendo que muchos se sientan perdidos anclados entre ideologías extremas.
Además, el feminismo a menudo introduce una dicotomía que simplifica la complejidad de ser mujer en la sociedad actual. Se presenta al hombre, o al patriarcado, como el villano absoluto, mientras que la mujer se convierte en la mártir. Esto socava la capacidad de reconocer que tanto hombres como mujeres pueden ser aliados o adversarios en esta lucha. La lucha por la igualdad no debería convertirse en una batalla de sexos, en la que cada parte asuma un rol predeterminado. Este tipo de narrativas, aunque seductoras, tienden a distorsionar la verdadera esencia del movimiento.
Por otra parte, cabe señalar que el feminismo también ha arrojado luz sobre la importancia del autocuidado y el empoderamiento personal. Sin embargo, esta vertiente muchas veces se transforma en un mensaje consumista, donde la autoayuda se entrelaza con la mercantilización de la feminidad. “Empodérate” se convierte en un grito que promueve el bienestar individual, pero que suele olvidar la colectividad y, sobre todo, la base política. Este empoderamiento se convierte en una fachada que oculta la injusticia sistémica, haciendo parecer que la responsabilidad recae únicamente en el individuo y no en las estructuras sociales que perpetúan la desigualdad.
Sin embargo, a partir de esta complejidad, hay que reconocer que el dolor y la revelación pueden ser catalizadores de un cambio profundo y genuino. La decepción que emana de esta reflexión no es sinónimo de resignación; más bien, propicia un espacio de crítica y reconstrucción. La insatisfacción ante un feminismo que ha fallado en sus promesas puede ser el primer paso hacia un movimiento más audaz y plural donde realmente se celebren las voces de todas las mujeres, no solo las que resuenan en los salones de las élites.
La historia nos muestra ejemplos de movimientos que, tras decepciones y divisiones, han logrado cohesionarse en una multitud rica y diversa. La forma en que el feminismo se enfrenta a sus propias deficiencias es esencial para su evolución. Por lo tanto, la pregunta “¿cómo me mintió el feminismo?” no debería quedar en el lamento, sino transformarse en un grito de guerra. Un llamado a todas las mujeres y a los hombres que deseen yacen en la aspiración de una equidad genuina para desmantelar los viejos mitos y reimaginar el futuro.
Las confusiones y los desengaños forman parte de cualquier lucha significativa. Mientras el feminismo continúe repensándose y redefiniéndose a sí mismo, existirá la oportunidad de que deje de ser una fuente de frustración para convertirse en un faro de esperanza y transformación. La misión debería ser, en lugar de una simple búsqueda de reconocimiento, una llamada a la acción inclusiva, donde cada voz sea escuchada y valorada en el contexto amplio de la lucha por un mundo más justo y equitativo.