La interacción entre nuestro ideal feminista y nuestras vivencias cotidianas puede ser un campo de tensión, donde la teoría y la realidad a menudo chocan. ¿Cómo me pudo pasar esto, si soy feminista? Esta pregunta, que parece surgir de lo más profundo de una conciencia inquieta, nos invita a explorar las contradicciones internas que forman parte de nuestra experiencia como feministas. En un mundo donde la lucha por la igualdad de género es un imperativo ético y social, el desasosiego de no alinearse siempre con nuestras convicciones puede resultar en una profunda disonancia cognitiva.
Una de las primeras paradojas que enfrentamos es la cuestión de la vulnerabilidad emocional. El feminismo, en teoría, nos insta a empoderarnos y a rechazar cualquier forma de sumisión o desamparo. Sin embargo, en la práctica, es natural que todos los seres humanos experimenten momentos de debilidad. Esta vulnerabilidad puede ser malinterpretada como una traición a nuestros principios. Pero, ¿acaso no es esta vulnerabilidad una parte esencial de la experiencia humana? Se nos enseña a ser fuertes, a ser resilientes, y a nunca dejar que una relación, un comentario, o una crítica nos eclipsen. Sin embargo, la vida no es tan sencilla, ni nuestros sentimientos tampoco. Hay que reconocer que sentir es humano y que, en ocasiones, estas emociones pueden dejarnos en una especie de limbo, cuestionándonos nuestra valía y, a su vez, nuestras convicciones.
Las relaciones interpersonales son otro punto álgido en esta conversación. Vivir de acuerdo con ideales feministas significa desafiar las normas patriarcales que permean todo aspecto de nuestras interacciones. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando alguien a quien amamos profundamente encarna comportamientos que no necesariamente respaldan nuestros ideales? Por ejemplo, podemos encontrarnos enamoradas de una persona que, a pesar de tener buenas intenciones, perpetúa argumentos machistas o realiza comentarios despectivos sobre otros géneros. El amor nos lleva a situaciones donde justificamos actitudes inaceptables. La razón nos grita que debemos distanciar nuestro afecto del comportamiento, pero el corazón se aferra a los buenos momentos y a la conexión. Esta tensión no solo provoca una crisis interna, sino que además plantea un reto sobre nuestras creencias, invitándonos a evaluar si el amor puede, de alguna forma, redimir o inyectar cambios positivos en los demás.
A veces, el juicio que hacemos de nosotras mismas nos lleva a la autocrítica extrema. La falta de solidaridad con nosotras mismas puede resultar en una prisión mental. Si caemos en algún comportamiento que consideramos contrario al feminismo, es fácil caer en la trampa de la culpa. “Soy feminista, no debería comportarme así”, surge en nuestra mente. Pero, el camino del feminismo no es lineal; está plagado de aprendizaje y autodescubrimiento. Aprender de nuestros errores implica ser comprensivas con nuestras imperfecciones. Convertirnos en nuestro peor crítico no solo es dañino, sino que también silencia esa voz feminista que tanto abogaba por la compasión y la comprensión. La verdadera lucha comienza desde un espacio de amor propio, donde podemos reconocer nuestras falencias sin convertirlas en un arma en nuestra contra.
Un aspecto que a menudo se pasa por alto es la influencia de la cultura popular. Nos han educado en un sistema mediático que fomenta y glorifica determinados arquetipos románticos que, a menudo, son desfavorables para nuestras creencias. Las narrativas de amor romántico que consumimos, ya sea en películas, libros o música, nos adoctrinan a pensar que ciertos sacrificios o incluso sometimientos son parte del amor verdadero. Esta ideología puede generar confusión, sobre todo cuando nuestros anhelos chocan frontalmente con nuestra lucha feminista. La atracción por estos patrones puede desencadenar una sensación de alienación y frustración, creando un ciclo donde nos preguntamos: “¿He sido engañada? ¿He renunciado a mis ideales por una fantasía?” Estos momentos de introspección suelen ser incómodos, y deben tratarse con un enfoque crítico.
La exploración de estas contradicciones internas es, en última instancia, una herramienta fundamental para el crecimiento personal. Al lidiar con nuestras propias vulnerabilidades, amores “imperfectos” y la influencia de la cultura, revelamos una verdad ineludible: el feminismo no es un dogma inflexible. Es un enfoque evolucionario y debe ser vivido. Las contradicciones no invalidan nuestros ideales, sino que enriquecen nuestra narrativa personal. Cada enfrentamiento con nuestra auténtica esencia fomenta un diálogo interno, generando la oportunidad de reconciliar lo que creemos con lo que sentimos, y, quizás, repensar lo que el feminismo significa para nosotras personalmente.
Por lo tanto, al preguntar “¿Cómo me pudo pasar esto si soy feminista?”, es crucial entender que cuestionarse no es un acto fallido, sino una manifestación de introspección. Solo al aceptar y confrontar esas dualidades podemos auténticamente avanzar. Esta marcha hacia la autenticidad, aunque repleta de incertidumbres, ilumina el camino hacia un feminismo que integra tanto la lucha como la vida cotidiana. Debemos recordarnos que la transformación social inicia desde el interior, en la convicción de que no somos infalibles, pero nuestras voces, cuando se unen, tienen el poder de ser un faro para las demás.