¿Cómo se corrompió la primera ola del feminismo? Una historia desconocida

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El feminismo ha sido históricamente un terreno de lucha y resistencia, pero, como en toda narración humana, ha visto su propia corrupción. La primera ola del feminismo, que se extendió aproximadamente desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, se centró principalmente en la obtención de derechos civiles fundamentales para las mujeres, particularmente el derecho al sufragio. Sin embargo, bajo esta lucha aparentemente unitaria, emergieron tensiones que revelan cómo, en su búsqueda de justicia y equidad, las feministas de la época terminaron por traicionar muchos de sus ideales originales.

La historia del sufragismo no es solo un relato lineal de victorias en el ámbito de los derechos políticos. Es una crónica matizada y a menudo olvidada, que pone de manifiesto la intersección de clases, razas y orientaciones políticas. Mientras las sufragistas destacaban la necesidad de que las mujeres pudieran votar, su marco teórico y sus disertaciones estaban impregnados de un elitismo que se pasaba por alto en favor de la lucha colectiva. Lo paradójico es que, en su afán de alcanzar un hito que cambiara el paradigma político, se olvidaron de quienes realmente formaban parte del espectro social más amplio: las mujeres de clases trabajadoras y de diversas etnias.

La corrupción de la primera ola del feminismo se evidenció en la elección de las batallas. En su mayoría, las líderes sufragistas eran mujeres blancas de clase media que no solo luchaban por el derecho al voto, sino que, en muchos casos, priorizaban sus intereses a expensas de sus hermanas de diferentes orígenes. Este fenómeno se traduce en una trágica ironía: mientras luchaban por la emancipación, se enclaustraban en una forma de exclusividad que condenaba a las mujeres racializadas y a las de clase baja a una invisibilidad perpetua. Se generó así un feminismo que no solo era excluyente, sino que también se corrompía a sí mismo al sujetarse a los mismos paradigmas de poder que había prometido desafiar.

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Además, fue en este período donde se plantaron las semillas de una pipiatus feminista; algunas sufragistas comenzaron a adoptar actitudes racistas y clasistas. Pensaron que el acceso al sufragio les otorgaría, de forma natural, una superioridad moral que les permitiría estratificar aún más el feminismo. Frases como «las mujeres de moralidad» no solo hacían referencia a un ideal patriarcal, sino que establecían una jerarquía dentro del propio movimiento feminista. De esta manera, en vez de hallar una unidad basada en la igualdad y la solidaridad, se produjeron divisiones que todavía resuenan en el feminismo contemporáneo.

Otro aspecto que contribuyó a esta corrupción fue la tendencia a la cooptación por parte de movimientos políticos más amplios. Atrayendo hacia sí a figuras prominentes y a discursos del socialismo y del liberalismo, muchas feministas se vieron atrapadas en agendas que, aunque superficiales, no abordaban las luchas fundamentales que enfrentaban las mujeres. Así, las sufragistas, en lugar de propulsar un cambio social integral, se encontraron participando en estrategias de poder que privilegiaban un acceso limitado al poder, sin cuestionar realmente las estructuras subyacentes que perpetuaban la opresión.

En contrapartida, algunas voces, aunque marginadas, comenzaron a alzar sus gritos desde las sombras. Mujeres como Sojourner Truth y Ida B. Wells lucharon por un feminismo inclusivo, haciendo hincapié en la interseccionalidad mucho antes de que se consolidara como un término pertinente. Sin embargo, sus contribuciones fueron sistemáticamente relegadas al olvido y su enérgica defensa de los derechos de todas las mujeres pasó desapercibida en la narrativa dominante. Esto generó un feminismo que, en lugar de ser una lucha por los derechos de todas, se desdobló en facciones que preferían estrechar la puerta tras de sí, en lugar de abrirla a otras.

Así, la primera ola del feminismo, en su ansia por alcanzar logros concretos, dejó un legado inquietante: la capacidad de la lucha misma para traicionar sus principios. Este fenómeno nos invita a cuestionar la naturaleza del activismo: ¿puede un movimiento verdaderamente cambiar el status quo si, en su proceso, se convierte en un reflejo distorsionado de las mismas estructuras que una vez criticó? Este dilema persiste y debe ser abordado, especialmente hoy, cuando los movimientos feministas contemporáneos luchan por la visibilidad en un mundo que aún permanece sumido en el patriarcado.

Es crucial que el feminismo evolucione y aprenda de las lecciones de esta primera ola. Para que la lucha se mantenga genuina y sea verdaderamente emancipadora, las feministas actuales deben adoptar una postura crítica ante las divisiones históricas que han lastrado al movimiento. La historia de la corrupción de la primera ola no debe ser un simple relato de errores, sino una invitación a construir un feminismo donde cada mujer, independientemente de su raza, clase o sexualidad, no solo sea escuchada, sino que recupere su lugar en la narrativa de la lucha. No podemos permitir que el sufragismo se convierta en un recuerdo nostálgico; debe ser un catalizador para el cambio, un recordatorio de que el verdadero empoderamiento se logra cuando se lucha por la totalidad de la experiencia femenina y no solo por la parte que resulta conveniente.

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