El feminismo, como movimiento y como ideología, ha sido objeto de una intensa crítica en la última década, a menudo con la premisa de que está desactualizado. La pregunta es, ¿está realmente agotado este paradigma que ha defendido los derechos de las mujeres durante generaciones? O, en lugar de ralentizarse, ¿necesita una revolución que lo revitalice? Nos encontramos en un punto de inflexión en la lucha por la equidad de género, donde la inercia del pasado puede estar chocando con las exigencias del presente.
Por un lado, muchos sostienen que el feminismo ha llegado a un límite. Esta percepción puede derivar de la saturación de discursos e imágenes que parecen repetirse, intentando abordar cuestiones que ya fueron planteadas y resueltas en el pasado. La oferta de teorías y propuestas en la esfera pública puede parecer un eco constante. Sin embargo, esta crítica ignora un aspecto esencial: el contexto social, político y económico en el cual se desarrollan estas conversaciones. Las luchas feministas se están adaptando a un entramado de realidades contemporáneas, donde las desigualdades no son únicamente de género, sino que se entrelazan con la raza, la clase, la sexualidad y la identidad. Así, ¿cómo se puede calificar a un movimiento que constantemente responde a necesidades emergentes como obsoleto?
Sin embargo, hay quienes abogan por una revolución, planteando que el feminismo necesita una transformación radical que lo mantenga relevante y efectivo. Este llamado a la revolución podría interpretarse como un reconocimiento de que las estructuras patriarcales aún perviven en múltiples capas de la sociedad. Menos de un siglo después de que las mujeres obtuvieran el derecho al voto en muchos países, las tasas de feminicidio, violencia de género y desigualdades salariales siguen siendo alarmantes. La cifra de mujeres que ocupan cargos de liderazgo se asemeja a un espejismo: su presencia es mínima en la mayoría de las instituciones. En este sentido, la idea de renovación podría ser insuficiente si se limita a ajustes superficiales.
¿Acaso la revolución implica despojarse de vestiduras tradicionales del feminismo? Tal vez. Hay una fascinación por desviar las narrativas de los pilares clásicos del feminismo, abriendo espacio a voces diversas que han permanecido marginadas. Un enfoque radical podría intentar desarticular el feminismo del eurocentrismo, del enfoque blanco y de clase media que lo ha dominado. En este sentido, las mujeres de color, las queer y las de contextos no occidentales no solo deben incluirse, sino ser el núcleo de la conversación feminista contemporánea. La aptitud por desafiar no solo el patriarcado, sino también los sistemas de opresión intersecionales es lo que podría llevar al feminismo al siguiente nivel.
Además, la revolución feminista no tiene por qué ser violenta o disruptiva en términos tradicionales. La tecnología y el activismo digital han creado un nuevo terreno de lucha. Las redes sociales han democratizado la difusión de información y la organización, permitiendo que voces antes silenciadas capten la atención global. A través de hashtags, campañas virales y movimientos como #MeToo, se ha construido una comunidad interconectada que puede desafiar las narrativas opresivas en tiempo real. Sin embargo, esto también plantea sus propios desafíos: la superficialidad de los «likes» y las «comparticiones» puede dar la falsa impresión de un activismo efectivo, cuando en realidad se requiere una dedicación constante e inmersiva.
En este contexto, surge la necesidad de un feminismo que no solo se adapte, sino que evolucione. El feminismo de cuarta ola está demandando un cambio que, lejos de ser una ruptura completa con lo anterior, busca ampliar los horizontes de lo que significa ser feminista. Esta evolución podría incluir la inclusión de perspectivas globales y una respuesta más concreta frente a urgencias contemporáneas como el cambio climático y las crisis migratorias. Se trata de abordar la opresión desde una óptica más holística, combinando el activismo tradicional con la innovación social.
Así, en respuesta a la pregunta original: el feminismo no está desactualizado; está en un estado de transformación constante. La verdadera cuestión radica en cómo articular este cambio. Por lo tanto, la clave no es elegir entre revolución y renovación, sino comprender que ambos conceptos pueden coexistir, complementándose y potenciándose mutuamente. Una revolución que reconozca la necesidad de renovación puede proporcionar el ímpetu para abordar las estructuras más profundas del patriarcado y otras formas de opresión. A fin de cuentas, el feminismo necesita ser un movimiento que, a la vez que rinde homenaje a las luchas del pasado, se atreve a soñar con un futuro inclusivo y equitativo.
El feminismo debe evolucionar desde su esencia, adaptándose y abrazando la pluralidad, manteniendo viva la llama de la revolución que incendia la posibilidad de un mundo más justo. En este sentido, el verdadero desafío no será solo salir del estanque de lo conocido, sino zambullirse en lo incierto y luchar por un horizonte que aún está por definirse. Así, la fascinación por el feminismo no radica en su aparente obsolescencia, sino en su capacidad constante de rearticularse para abrazar lo que vendrá.