El término «féminas» ha sido objeto de intensos debates en el ámbito del lenguaje inclusivo, asumiendo un lugar privilegiado en la discusión sobre la visibilización y la igualdad de género. ¿Es adecuado continuar utilizando esta palabra? ¿Qué implicaciones tiene su uso? Para abordar estos interrogantes, es esencial sumergirse en la etimología e historia del término, así como en su carga semántica y social en la actualidad.
La raíz de la palabra «fémina» proviene del latín «femina», que se usaba para referirse a las mujeres, es decir, a aquellas que dan vida. Sin embargo, la evolución del lenguaje ha introducido connotaciones que no son inocuas. Al utilizar “féminas”, se está remarcando un distanciamiento con el término «mujer», una etiqueta que, a su vez, ha sido impregnada de luchas históricas por derechos y reconocimientos. Este distanciamiento no es menor; revela una tendencia a categorizar y, en ciertos contextos, deshumanizar a las mujeres, encasillándolas en una etiqueta que puede limitar su identidad y experiencia. ¿Acaso se puede presentar a la mujer mediante una simple palabra que parece despojarla de su complejidad?
Por otra parte, el lenguaje es un espejo de la sociedad. Históricamente, palabras como “féminas” han sido utilizadas en círculos donde se espera que las mujeres se comporten de acuerdo a ciertas normas, muchas veces restrictivas. En ese sentido, la elección de vocabulario se convierte en un fiel reflejo de valores y creencias. ¿Por qué, entonces, perpetuar un término que puede ser considerado un vestigio de un patriarcado que se aferra a la jerarquía de género?
El argumento a favor de usar “féminas” –y aquí debemos sentarnos y reflexionar– se relaciona con la idea de un lenguaje más técnico o formal. Algunos argumentan que este término ofrece una percepción más objetiva y menos emocional acerca de las mujeres. Sin embargo, desde una perspectiva inclusiva y feminista, esta supuesta «objetividad» puede resultar problemática. Lo que se necesita es un lenguaje que reemplace la objetivación por la subjetividad; uno que celebre la diversidad y la riqueza de la experiencia femenina, no que la encapsule en nociones frías y despersonalizadas. ¿De verdad queremos ser vistas como “féminas” o como seres humanos con pensamientos, talentos y aspiraciones?
Adentrándonos más en la discusión sobre el lenguaje inclusivo, es fundamental considerar cómo un término puede tener reverberaciones en la percepción pública. El uso de “féminas” aunque en su concepción originaria no es negativo, puede ser interpretado como una disociación de la realidad social. En un mundo donde las luchas por la igualdad aún son urgentes, seguir utilizando un lenguaje que, aunque específico, puede resultar excluyente, se convierte en un desafío a la lucha feminista misma. No se trata solamente de cómo nos referimos a las mujeres, sino de cómo las vemos y entendemos. ¿Qué futuro deseamos construir para las nuevas generaciones? Un futuro donde se vean obligadas a identificar a las mujeres solo como «féminas» o uno que les permita abrazar la pluralidad de la experiencia femenina?
En el ámbito académico y en el discurso público, la elección de palabras tiene poder. La comunidad feminista ha abanderado la causa de un lenguaje más inclusivo, señalando que los términos que utilizamos no son neutros. Al referirnos a las mujeres como «féminas», puede haber implícitamente un llamado a la distancia, cuando lo que se precisa es una articulación más cercana y personal. La tendencia hacia una comunicación más empática y menos categorizante apunta a un horizonte donde el respeto y la igualdad sean la norma, no la excepción. ¿Por qué entonces seguir con un término que puede ser interpretado como un eufemismo para el distanciamiento?
Es cierto que la lucha por un lenguaje más inclusivo se enfrenta al escepticismo. Las estructuras sociales están profundamente arraigadas, y la resistencia al cambio lingüístico proviene también de un miedo a lo desconocido. Una transición hacia un lenguaje transformador no será fácil, ni ocurrirá de la noche a la mañana. Sin embargo, resulta imperativo que se introduzca una reflexión sobre el impacto que nuestras elecciones léxicas tienen en la vida cotidiana, en la política y en la cultura. En este sentido, se plantea: cada vez que decimos «féminas», ¿estamos realmente aportando o estamos perpetuando un discurso que nos resta en lugar de sumar?
Concluyendo, la pregunta sobre si es correcto decir “féminas” no debe ser respondida de manera simplista. Se requiere de un análisis profundo que contemple no solo la etimología, sino las implicancias sociales y culturales de aquel uso. La lucha por el lenguaje inclusivo va más allá de una nominalización; es el camino hacia la transformación social. Es una invitación a visibilizar las complejidades de la identidad femenina en un mundo que sabe –o debería saber– que cada voz cuenta y que cada identidad importa. Así que, frente a la pregunta planteada, la respuesta debe ser un retador “depende”: depende de nuestra intención, nuestra perspectiva y, sobre todo, de nuestro compromiso con la igualdad.