¿Es lo mismo feminismo y machismo? Rompiendo mitos

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En la nebulosa de conceptos que rodean a la lucha por la equidad de género, una de las comparaciones más vertiginosas, pero a la vez engañosas, es la que busca asimilar el feminismo con el machismo. La cultura contemporánea a menudo pinta este paralelismo con brocha gorda, afirmando que ambas son caras de la misma moneda; un eco distorsionado que necesita ser desmantelado a fin de clarificar la verdadera esencia de cada movimiento. ¿Realmente el feminismo y el machismo constituyen fuerzas equiparables? La respuesta es un rotundo no, y aquí exploraremos sus divergencias, desmitificando la noción de que uno es simplemente lo inverso del otro.

Para comenzar, es imperativo entender el contexto de ambos términos. El machismo, engendrado en el núcleo de sociedades patriarcales, promulga la superioridad del hombre sobre la mujer. Su objetivo es preservar un orden social que no solo permite el dominio masculino, sino que, además, justifica la opresión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. En contraparte, el feminismo surge como respuesta crítica a esa misma opresión, abogando por el reconocimiento y la equidad de género, disolviendo las cadenas que mantienen a las mujeres en un estatus subordinado. A través de un sinnúmero de corrientes y filosofías, el feminismo busca desmantelar los estigmas y sistemas que perpetúan la desigualdad.

Una metáfora que ilustra exquisitamente esta diferencia es la imagen de dos ríos. El machismo puede ser visto como un torrente incontrolable que arrastra todo a su paso, dejando destrucción y desolación a su alrededor. Es un río que se alimenta de la desigualdad y de la violencia, autocomplaciéndose en su caudal. En cambio, el feminismo se asemeja a un manantial sereno que nace de la tierra. Este manantial nutre la vegetación que crece a su alrededor, promoviendo una vida rica en diversidad y abundancia. Mientras uno busca el dominio, el otro ansía la interacción y la colaboración, la creación de espacios donde cada voz tenga su resonancia.

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Una de las manifestaciones más peligrosas de esta confusión conceptual es la idea de que el feminismo aboga por una inversión de roles, donde las mujeres, una vez alcanzado el poder, se comportarían de la misma manera que los hombres lo han hecho tradicionalmente. Este mito, impregnado de desconfianza, no solo minimiza la auténtica lucha feminista, sino que, además, perpetúa el ciclo de violencia y opresión. El feminismo no busca cambios en la línea de mando; en su lugar, anhela la demolición del mismo, para construir, en su lugar, un entramado social que favorezca la igualdad y el respeto mutuo.

Un argumento que también se presenta como una balanza en la comparación del feminismo y el machismo es la noción de “radicalismo”. Se suele tildar a feministas como “radicales” cuando claman por la equidad. No obstante, hablar de feminismo radical es un error de apreciación que desvía la atención del verdadero espíritu de la lucha: buscar la justicia y la absolución de la violencia sistemática que sufren las mujeres. El radicalismo, en este contexto, no es el llamado a la venganza ni a la opresión inversa, sino más bien la urgencia a cuestionar y deconstruir sistemas de poder desiguales.

Volviendo al manantial, el feminismo tiene múltiples corrientes que alimentan su caudal, cada una abordando diversos aspectos de la desigualdad. Desde el feminismo liberal que busca la integración en estructuras existentes, al feminismo radical que clama por cambios sistémicos, hasta el ecofeminismo que entrelaza la lucha ambiental con la de género, cada uno defiende visiones complejas y multifacéticas. Esta diversidad de pensamiento es lo que enriquece el movimiento, en contraste con la monolítica y estática naturaleza del machismo.

Logicemos, entonces: si el machismo se basa en la opresión, el feminismo, por su propia naturaleza, se apoya en la liberación. No se debe perder de vista que la toxicidad del machismo tiene repercusiones no solo sobre las mujeres, sino también sobre los hombres, quienes, atrapados en las garras de un sistema que les exige ser dominantes, sufren también. La lucha feminista, entonces, beneficia a todos, liberando tanto a mujeres como a hombres de roles de género opresivos y abriendo el horizonte hacia relaciones más saludables y equitativas.

Es tiempo, por tanto, de romper el velo de confusión que empaña el entendimiento colectivo. Feminismo y machismo no son equivalentes; son antítesis fundamentales, representando respectivamente la lucha por la igualdad y la perpetuación de la opresión. Al reconocer estas diferencias, se puede empezar a construir una sociedad que no solo celebremos la diversidad y la equidad de género, sino que también abracemos los múltiples matices que nos hacen humanos.

Al final del viaje, es indispensable que cada uno, hombres y mujeres, nazca de nuevo en una cultura que no se base en la competencia brutal por el poder, sino en la cooperación fraterna. Solo así podremos, verdaderamente, girar la rueda hacia un futuro donde el respeto mutuo y la solidaridad sean los pilares de nuestra convivencia.

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