Exigencias constantes a las feministas: Reflexiones sobre el doble rasero

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La lucha feminista es un campo de batalla donde los estereotipos y las expectativas sociales se cruzan como espadas, creando un escenario propicio para el desgaste emocional y la frustración. A menudo, las feministas se enfrentan a un doble rasero que cuestiona su autenticidad y compromiso. Este fenómeno manifiesta no solo la hipocresía de un sistema patriarcal, sino también la complejidad de la percepción social sobre lo que significa ser feminista en diferentes contextos.

Imaginemos un mundo donde los estándares de justicia y equidad giran en torno a una balanza, un instrumento que, por su propia naturaleza, debería ofrecer igualdad a todos. Sin embargo, en el terreno del feminismo, esta balanza está distorsionada. Por un lado, la sociedad exige a las feministas que sean representativas de todas las mujeres. Por el otro, se les critica si su enfoque no se alinea con las narrativas aceptadas. Esta situación crea un laberinto de exigencias que puede resultar agotador.

Es común escuchar que las feministas deben unificar su voz. No obstante, no todas las experiencias de las mujeres son homogéneas. La interseccionalidad, un concepto fundamental del feminismo contemporáneo, nos recuerda que las luchas son diversas y multifacéticas. Ser mujer en un contexto privilegiado es muy diferente a serlo en un contexto marginalizado. Las exigencias de uniformidad son, por ende, engañosas y despojan a las luchadoras de sus identidades singulares.

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El doble rasero se manifiesta de manera particularmente hiriente cuando se juzga la sinceridad de una feminista. ¿Quién decide qué es lo ‘correcto’ en la lucha? ¿Qué estándares deben cumplir las feministas para ser aceptadas? A menudo, la cultura popular exige que las feministas sean perfectas, libres de contradicciones, como si alguna vez se hubiera encontrado alguna persona, en cualquiera de sus formas, que no errase en su camino. Esta ideología, a menudo furtiva, actúa como un sutil pero contundente mecanismo de exclusión.

Los ataques al feminismo son múltiples y variados, y muchas veces tienen un carácter personal. Desde críticas sobre la apariencia de una feminista hasta cuestionamientos sobre sus elecciones personales, el doble rasero se utiliza como herramienta para deslegitimar el activismo. «Si habla de derechos de las mujeres, debe lucir de cierta manera». «Si aboga por igualdad, debe vivir su vida en consecuencia», son solo algunos de los reductos retóricos que se esgrimen. ¿Acaso se exige lo mismo de los defensores de otras causas? Este cuestionamiento dual se traduce en un proceso sistemático de deshumanización que no solo intimida, sino que también silencia.

Aceptar la vulnerabilidad como parte del activismo es un acto de resistencia. La feminista no es una diosa inalcanzable; es una persona imperfecta con vivencias que la moldean. Sin embargo, el establecimiento social se aferra al ideal de una feminista «perfecta» para desacreditar a todas las que no cumplen con ese diseño predefinido. El trasfondo se basa en la premisa de que si no eres ejemplar, no tienes derecho a opinar. Esta falacia es patológica, porque imponer estándares imposibles es, en sí mismo, un acto de opresión.

El acoso y la vigilancia hacia las feministas suelen proliferar en espacios digitales, donde las redes sociales pueden convertir cualquier expresión de descontento en un arma de doble filo. En vez de ser refugios de solidaridad y apoyo, estos espacios se convierten en terrenos de caza para aquellos que buscan desacreditar y demorar el progreso. Este fenómeno no es un mero incidente aislado; es parte de un patrón más amplio que muestra cómo la voz de las feministas es desequilibrada en una sociedad que prefiere el silencio por encima del grito de emancipación.

Es imperativo reflexionar sobre la necesidad de construir una comunidad feminista que aboga por la singularidad y la pluralidad. En lugar de arrojarnos piedras mutuas, debemos aprender a abrazar nuestras diferencias como una fuerza, no una debilidad. Cada historia, cada experiencia de vida, aporta matices que enriquecen la lucha. La feminista que se siente acomplejada por el doble rasero puede encontrar en su propia red de apoyo un refugio donde su autenticidad sea abrazada, no cuestionada.

A medida que continuamos abogando por un mundo más justo, debemos desafiarnos a nosotros mismos a ser el cambio que queremos ver. La acción feminista no necesita un manual de instrucciones; en cambio, se nutre de voces diversas que claman por un futuro donde el respeto y la equidad sean la norma. El doble rasero solo tiene poder cuando permitimos que dictamine nuestras narrativas. Es hora de tomar el control, de reconstruir esos relatos a partir de nuestras verdades individuales, y de hilar una red de apoyo auténtica que represente la realidad de todas las mujeres.

El feminismo, lejos de ser una batalla aislada, es un viaje colectivo. Cada paso dado en este camino lleva consigo el eco de muchas otras que han luchado antes y de las que vendrán. En lugar de permitir que el doble rasero define nuestro activismo, restauremos la narrativa y, en esa transformación, descubramos la fuerza que reside en nuestra diversidad.

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