Era un día cualquiera cuando decidí, casi por azar, colarme en una manifestación feminista. Lo que empezó como una curiosidad, se transformó en una experiencia que sacudió mis convicciones y me dejó una huella imborrable. El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es un hito que muchos celebran, pero que pocos comprenden en su totalidad. En esta ocasión, mi relato se centra en la riqueza de voces y perspectivas que encontré en las calles, un verdadero caleidoscopio de emociones, reivindicaciones y esperanzas.
Al llegar, la primera sensación que me embargó fue la multitud. Una marea humana caracterizada por una diversidad impresionante, donde se entrelazaban mujeres de todas las edades, orígenes y experiencias. Cada rincón del espacio estaba impregnado de carteles y pancartas, herramientas de comunicación improvisadas que llevaban mensajes crudos y valientes. “La lucha es de todas”, “Sin feminismo no hay revolución” y “No se trata de ser perfectas, se trata de ser libres” resonaban en mis oídos. La contundencia de estas frases me llevó a reflexionar sobre la importancia de visibilizar las diferentes realidades que coexisten en nuestra sociedad.
Las voces eran múltiples y a menudo discordantes. En un rincón, un grupo de jóvenes alzaban sus voces a capela, entonando canciones que hablaban de empoderamiento, lucha y resistencia. En otro, mujeres mayores contaban anécdotas de sus propias luchas y cómo habían cambiado las cosas para las generaciones venideras. Esta interconexión generacional es fundamental; nos recuerda que los logros actuales son el resultado de la resistencia de quienes vinieron antes. Aquí radica uno de los mayores aprendizajes: el feminismo no es un movimiento monolítico, sino un espacio donde convergen narrativas ricas y dispares.
A medida que me adentraba en la manifestación, descubrí la palpable tensión que existe entre diferentes corrientes dentro del feminismo. En un extremo, las feministas radicales exigían una visibilidad más fuerte de la violencia de género, la eliminación de la pornografía y la prostitución. En el otro, un grupo se pronunciaba sobre la inclusión y la diversidad, abogando por la interseccionalidad y reclamando que el feminismo debe incluir las luchas de las mujeres trans y racializadas. Este choque de ideas me hizo cuestionar mis propios prejuicios y a entender que la lucha feminista es un terreno en constante evolución, donde el diálogo y la crítica son imprescindibles.
Entre tantas palabras e intervenciones, encontré un espacio de reflexión propio. La amenaza del silencio irrumpió en mis pensamientos: ¿cuántas voces se ahogan en la apatía? La falta de reconocimiento de algunas luchas se vuelve un eco ensordecedor en el que se diluyen las diferencias y, por ende, la riqueza del movimiento. Las críticas hacia el feminismo hegemónico me hicieron pensar en la necesidad de que la discusión sea inclusiva. No se trata solo de lo que se dice, sino de quién está hablando y cómo se les permite ser parte de la conversación.
Otro aspecto impresionante de la manifestación fue la creatividad que destilaba cada rincón. Desde arte en carteles hasta actuaciones teatrales, la capacidad para expresar la lucha de forma artística es un reflejo de la vida misma. Las reivindicaciones feministas se transforman en arte, convirtiendo el dolor y la lucha en belleza. La performance de un colectivo que representaba la violencia de género a través de un emotivo danza sorprendió a todos, abriendo espacios para el llanto y la sanación en medio de la agitación. La soberanía de las emociones, ese cóctel de sentimientos que se materializa en el arte, me recordó que la movilización no siempre grita; a veces susurra y a veces llora.
Mientras continuaba mi recorrido, también tuve ocasión de entablar conversaciones con algunas de las manifestantes. Una joven compartió su historia sobre cómo la desigualdad de género afectó la educación que recibió, mientras que otra mujer hablaba de cómo la maternidad y la carrera profesional son vistas casi como opuestos. Sus relatos estaban cargados de vulnerabilidad, a la vez que eran un claro ejemplo de la fortaleza que emana del activismo. Escuchar testimonios así pone de manifiesto la importancia de convertir experiencias individuales en colectivas, creando un sentido de unidad a partir de la diversidad.
Al anochecer, con la manifestación impulsando una energía casi contagiosa, me pregunté a mí mismo: ¿Cómo puedo contribuir a este movimiento? La respuesta no es sencilla. Se trata de aprender, escuchar y reconocer la pluralidad del feminismo. Me di cuenta de que cada una de nosotras tiene un papel a desempeñar, ya sea a través del activismo, la educación o simplemente al cuestionar el status quo. No se trata de ser una heroína; es más sobre la disposición a apoyarse mutuamente en este camino desafiante.
Finalmente, salí de aquella manifestación con más preguntas que respuestas. Mi experiencia fue un recordatorio de que el feminismo no se establece en un lugar fijo, sino que se moldea y redefine constantemente. Esa noche, mientras volví a casa, sentí que había vislumbrado una realidad en la que todas podemos ser protagonistas. Sí, el feminismo es un camino lleno de sorpresas y aprendizajes. Y aunque el viaje puede ser tumultuoso, es, sin duda, uno que merece la pena transitar.