La expresión «Me gusta el pene de mi novia» puede sonar provocativa, desmesurada e incluso escandalosa en ciertos círculos. Sin embargo, al adentrarnos en la intersección del amor y la identidad de género, esta simple afirmación puede abrir un vasto panorama de discusión sobre el amor y la sexualidad, así como también sobre la naturaleza de las etiquetas que societalmente nos han impuesto. La base de esta reflexión radica en un hecho innegable: el amor, en sus formas más puras y universales, quiere romper moldes y desdibujar líneas, y en este contexto, ¿qué significa realmente amar al otro, incluso si ese otro puede incluir una diversidad de expresiones de género y sexualidad?
Comencemos por plantear una pregunta: ¿qué ocurre cuando el amor desafía nuestras nociones preconcebidas de lo que debería ser un vínculo romántico? La proclama de satisfacción hacia una parte del cuerpo de la pareja no es simplemente un insulto a la femineidad, sino una celebración de la diversidad del deseo. Esa revolución simbólica se ubica en el centro de toda protesta feminista que aboga por el derecho a amar, a sentir, a disfrutar de la sexualidad sin límites impuestos por las normas patriarcales. Al finalizar el siglo XX y comerzar el XXI, el movimiento feminista se ha hecho eco de la urgente necesidad de deconstruir las formas antiguas de entender el género y la sexualidad. Hoy en día, la pregunta persiste: ¿son las etiquetas más destructivas que liberadoras en el contexto del amor y la sexualidad?
La afirmación sobre el placer asociado al «pene de mi novia» nos lleva a reflexionar sobre la idea de lo que significa ser mujer en una sociedad que muchas veces aparece anclada a roles estrictos. ¿Acaso el amor entre mujeres debe estar divorciado de la expresión de la sexualidad masculina o de elementos tradicionalmente masculinos? Esta polémica es el punto de partida para cuestionarnos las normas con las que hemos sido educadas. En un entorno donde la feminidad es tipificada como débil y pasiva, la aceptación del deseo hacia un «pene» debería ser visto como un acto de reafirmación de la autonomía sexual y del empoderamiento del deseo femenino.
El feminismo ha luchado por la libertad de elección y por el derecho de cada individuo a definir su propio sexualidad, ya sea con personas de su mismo género o de géneros diversos. La reafirmación de pronunciar sin pudor que «me gusta» implica un tipo de liberación, un grito a favor de la aceptación personal en una sociedad que ha condenado históricamente la pluralidad de las expresiones amorosas. Pero, ¿acaso este adoctrinamiento formal de la sexualidad ha permeado a tal punto que hasta las féminas en relaciones con otras féminas sienten la presión de renunciar a la manifestación del deseo que puede ser considerado tradicionalmente masculino?
Aquellos que critican estos elementos argumentan que las mujeres en estas relaciones no deberían albergar el deseo por lo que es tradicionalmente masculino. No obstante, es crucial notar que criticar la apropiación de elementos masculinos en la sexualidad femenina resulta en una virtual celda moral que limita la exploración del placer. Este aspecto, a menudo menospreciado en los debates contemporáneos, sugiere una hipocresía: la misma voz que reclama la libertad también puede convertirse en una voz que dicta qué es aceptable y qué no. Es una queja mal colocada, particularmente cuando la esfera íntima y personal debería ser un terreno de respeto y libertad.
La idea de que «el amor rompe etiquetas» eludiría, entonces, al tabú que impide a muchos expresar sus deseos con libertad. En este sentido, vale la pena preguntar: ¿es la etiqueta de lesbianismo incompatible con la expresión del deseo hacia un pene, ya sea en un contexto de juego de roles o en una relación que simplemente desafía normativas de género? La experiencia femenina es vastamente rica y diversa; así, permitir que el amor traspase esas etiquetas es esencial para poder construir relaciones más auténticas y satisfactorias.
En el zénit de esta exploración, encontramos la posibilidad de que el amor y el deseo sean tan complejos como las identidades que habitamos. Las etiquetas, en lugar de unirse en un solo carril, deberían devenir en caminos paralelos donde coexisten diferentes historias de amor y deseo. Es más, del protagonista al espectador, cada quien debe entrar en este complejo juego con ojos abiertos a la pluralidad de experiencias y celebraciones que el propio deseo puede ofrecer. Entonces, no existe un «realismo» en la concepción unilateral del amor; la evolución del feminismo ha mostrado que la diversidad es la esencia misma de la experiencia humana, y el amor, en su forma más liberadora, es un microcosmos de esa diversidad.
Por lo tanto, cuando alguien manifiesta «Me gusta el pene de mi novia», lo que realmente está proclamando es la emancipación del deseo a través del amor en todas sus formas. La provocación no debería ser vista como un estigma, sino como un canto a las realidades que enfrentamos, reconociendo que el amor, en su esencia más pura, se alimenta y se nutre de la diversidad, de la ruptura de las normas y de la aceptación radical de lo que somos realmente. Así que, celebremos el amor que desafía, el amor que grita en las calles durante una protesta feminista. Después de todo, si el amor no nos lleva a la revolución, ¿qué estamos realmente defendiendo?