En el vasto océano de ideologías que navegan nuestras vidas, hay un momento en que las olas del fervor y la pasión se convierten en tormentas de incertidumbre. Así fue como, en mi travesía personal, enfrenté la decisión de abandonar el feminismo. No fue un acto rebelde ni un despojo de principios, sino la culminación de un proceso de reflexión profunda y, sí, dolorosa.
El feminismo, en su esencia más pura, es un faro que brilla en la oscuridad, guiando a miles hacia la igualdad y la equidad de género. En sus primeras etapas, fervorosamente me sumergí en sus aguas; participé de cada marcha, cada debate y cada espacio de empoderamiento. La identidad femenina, en todas sus complejidades, emergió en mí como un estandarte de lucha y resistencia. Sin embargo, con el tiempo, la luz del faro empezó a fragmentarse, y las sombras se alzaron, revelando aspectos que se convirtieron en balas arrojadas a mi conciencia.
Una de las primeras chispas que encendieron la llama de mi cuestionamiento fue la rígida dicotomía que el movimiento a veces imponía. Al observar las narrativas privilegiadas de ciertas mujeres, sentí que se ignoraban las voces de aquellas que no encajaban en el molde del ideal feminista. La complejidad de la condición femenina es un caleidoscopio de experiencias, y en aquella lucha uniformizada, se corría el riesgo de eclipsar matices valiosos. El feminismo me presentó un enigma: defender la igualdad sin caer en la trampa de la homogeneización. Pero, a medida que la distancia entre la teoría y la práctica se hizo insalvable, comprendí que mis propias experiencias y las de otras mujeres más diversas no hallaban su lugar en ese relato dominante.
A medida que la desnudez de la verdad se hizo más evidente, el feminismo comenzó a parecerme menos como un movimiento inclusivo y más como una ideología territorial. Algunas voces se erigieron como guardianes de la ortodoxia, y las discrepancias se convirtieron en herejías. En un mundo donde se predicaba la libertad, numerosas mujeres se encontraron encadenadas a una dogma que se presentaba como liberador. Tal paradoja resultó en una batalla interna, en la que la libertad de pensamiento se vio amenazada por el temor al ostracismo dentro de la comunidad. Para mí, la posibilidad de cuestionar y diversificar el discurso se tornó en una elección dolorosa, pero necesaria.
El concepto de sororidad, una de las banderas ondeadas con mayor orgullo en las manifestaciones, empezó a desvanecerse ante mis ojos. La competencia, el juicio y la rivalidad errónea emergieron como sombras acechantes. En lugar de caminar juntas, muchas se estancaban en la lucha por la superioridad de su propia narrativa. Este enfrentamiento de ideas y posturas me hizo reconsiderar mi lugar en un entorno que, pretendiendo promover la unidad, a menudo se transformaba en un campo de batalla. La lucha por la voz propia subsumió la esencia de la cooperación. La pregunta ya no era solo cómo elevar a todas las mujeres, sino por qué debía aceptar un discurso que a menudo silenciaba a la diferencia.
Así, en un mar de paradojas, también me percaté de la carga que implica ser la voz de “todas las mujeres”. ¿Puede una única narrativa capturar la Authenticidad de una experiencia femenina? Si el feminismo desea perpetuarse como un movimiento genuino, debe despojarse de las limitaciones con las que se ha vestido y abrirse a un diálogo plural, donde cada mujer sea la arquitecta de su propia historia. La lucha auténtica por la equidad debe dar cabida a la diversidad de voces, experiencias y, por supuesto, errores.
Mi abandono del feminismo no fue un despojo de valores. Sigo creyendo en la necesidad desesperada de equidad; sin embargo, esta convicción ya no se halla atrapada en un concepto único. En su lugar, busco construir puentes, abrir horizontes y fomentar espacios en los que cada voz, sin importar su tonalidad, pueda ser escuchada y validada. A veces, la mayor revolución es renunciar a etiquetas que nos encierran y limitan, permitiendo que surjan ideas frescas y no convencionales.
El laberinto de la ideología feminista está repleto de espejos que reflejan tanto nuestras virtudes como nuestras falencias. No se puede renunciar a un ideal sin primero comprenderlo en toda su complejidad. Por ello, este viaje de vuelta, o más bien de salida, hacia un lugar donde la igualdad se manifieste de manera más pluralista y menos dogmática, se convierte en una búsqueda por la autenticidad que trasciende los imperativos de un solo movimiento.
Así, mis reflexiones sobre por qué abandoné el feminismo se pueden resumir en un anhelo más profundo: el deseo de un espacio que abrace la pluralidad y fomente el empoderamiento real, donde la voz de cada mujer, en su diversidad, sea no solo escuchada, sino también respetada. En la búsqueda de la equidad, cada historia cuenta; y en esta narración, la riqueza del ser humano brilla en toda su magnificencia. La lucha continúa, pero no en las confines del feminismo establecido, sino en el vasto horizonte de la libertad sin etiquetas.