¿Por qué el Estado fomenta el feminismo? Políticas de igualdad

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El feminismo ha emergido como una fuerza indomable, un torrente que desafía las estructuras patriarcales que han pervivido durante siglos. Las políticas de igualdad, un entramado meticulosamente tejido por el Estado, no son meras banderas ondeando al viento; son un símbolo de un cambio inevitable. Pero, ¿por qué el Estado se embarca en esta travesía? ¿Es realmente un faro de esperanza para la mujer o un mecanismo para controlar y cooptar la revolución feminista?

A primera vista, la percepción común puede sugerir que el Estado es un aliado en la lucha por la igualdad. Sin embargo, al examinar las políticas de igualdad más de cerca, se revela un panorama complejo, como un caleidoscopio de oportunidades y trampas. El Estado no fomenta el feminismo por altruismo; lo hace por conveniencia, para mantener el orden social y económico. El feminismo, en sus mejores momentos, ha desafiado no solo normas sociales, sino también la estructura misma del poder.

Las políticas de igualdad, en este sentido, pueden ser vistas como una manera de unir dos fuerzas aparentemente opuestas: el deseo de una sociedad equitativa y la necesidad de estabilidad estatal. Esto se traduce en una serie de medidas bienintencionadas, desde legislaciones que promueven la igualdad salarial hasta programas de educación dirigidos a empoderar a las mujeres. Sin embargo, aquí reside el dilema: el peligro de convertir el feminismo en una herramienta de marketing gubernamental, en lugar de un auténtico medio de cambio estructural.

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En la sociedad contemporánea, el feminismo ha ganado una visibilidad sin precedentes. Las marchas, las huelgas y el eco de voces unidas han resquebrajado las murallas que una vez parecieron impenetrables. No obstante, el Estado observa con atención. Por un lado, celebra estas manifestaciones como un ejemplo de progreso, y por otro, teme su potencial disruptivo. Se encuentra ante un dilema moral: apoyar genuinamente el movimiento o contener su fuerza.

Las políticas de igualdad se convierten, entonces, en el campo de batalla donde se libran estas contiendas. Programas como la Ley de Igualdad de Oportunidades son aclamados como victorias, pero es fundamental cuestionar qué tan profundas son estas transformaciones. ¿Son estas políticas simplemente un bálsamo superficial para los problemas estructurales que llevan siglos gestándose? Los movimientos feministas radicales han denunciado en reiteradas ocasiones que estas medidas tienden a ser insuficientes, una mera palmadita en la espalda mientras los problemas sistémicos permanecen intactos.

Un punto crucial en la discusión sobre las políticas de igualdad es el papel del lenguaje. La retórica utilizada por el Estado para describir estas políticas a menudo se sumerge en la nebulosa de la ambigüedad. Se habla de «empoderamiento», «sostenibilidad» y «inclusión», pero detrás de estas palabras resuena una voz que no siempre escucha a las mujeres más vulnerables. El Estado a menudo busca proteger su imagen más que revolucionar la estructura social. Esta desconexión enfatiza la importancia de una crítica feminista que desafíe no solo al patriarcado, sino también al propio Estado.

Y aquí es donde se desata la paradoja: el feminismo, que nació como un grito de resistencia, ha sido absorbido por las mismas instituciones que antes lo oprimían. Al promover políticas de igualdad, el Estado no solo intenta integrar a las mujeres en un sistema ya descompuesto, sino que también neutraliza el potencial transformador del movimiento. El feminismo, en su esencia más pura, busca subvertir el orden establecido. Sin embargo, las políticas de igualdad que se implementan pueden, en ocasiones, ser vistas como una forma de integrar el pensamiento feminista en el marco hegemónico, domesticarlo, y convertirlo en una versión más palatable.

En medio de este panorama, las luchas feministas deben ser inteligentes y estratégicas. Es imperativo que los movimientos feministas continúen exigiendo cambios radicales que vayan más allá de las políticas superficiales. La siembra de conciencia crítica es fundamental. Preguntarse: ¿qué significa realmente la igualdad? ¿Es simplemente una cuestión de acceso o se trata de derribar las jerarquías consolidadas que perpetúan la opresión?

El desafío en adelante radica en la capacidad de las feministas para posicionarse en un marco que no acepte el minimalismo de las políticas estatales. La intoxicación del lenguaje del empoderamiento debe ser una invitación a la acción efectiva, no un fin en sí mismo. La lucha debe continuar, urgentemente, a través de la educación, la organización y la movilización. Las mujeres deben dejar de ser objeto de políticas a ser protagonistas de sus propias narrativas.

El camino hacia la verdadera igualdad es complicado y, a menudo, incierto. Sin embargo, uno de los mayores logros del feminismo ha sido la capacidad de visibilizar las injusticias, de dar voz a lo que ha estado silenciado durante demasiado tiempo. La promoción del feminismo por parte del Estado, si bien puede parecer una victoria, debe ser constantemente cuestionada. El verdadero triunfo se medirá no por la cantidad de políticas implementadas, sino por la transformación radical de una sociedad que ha estado impregnada de desigualdad por demasiado tiempo.

Por lo tanto, en este jardín de políticas de igualdad, las feministas deben ser las jardineras, cuidando y cultivando las semillas de cambio. Solo entonces podrá florecer un entorno donde la verdadera igualdad no sea solo un ideal distante, sino una realidad palpable, donde cada mujer tenga el poder de definir su futuro como desee.

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