En el vasto y serpenteante camino del pensamiento crítico, la realidad de la lucha por la equidad de género se presenta como un laberinto fascinante y a menudo incomprendido. Uno de los ejes fundamentales que sostiene esta lucha es la denominación misma de «feminismo». Sin embargo, la sociedad contemporánea parece presentar un mosaico caleidoscópico de interpretaciones y diluciones sobre lo que realmente significa esta palabra. ¿Por qué es esencial llamar feminismo al feminismo? Esta pregunta, a simple vista sencilla, se entrelaza con la complejidad de nuestras identidades, nuestras luchas y, por ende, con la fuerza poderosa de nombrar.
Primero, despojemos al término de sus revestimientos y ornamentos. Feminismo es mucho más que un conjunto de ideales; es un movimiento social y político que busca desmantelar las estructuras de opresión que han estado vigentes durante siglos. Al llamar feminismo al feminismo, se ordena y se da fulgor a un concepto que ha sido erróneamente distorsionado por narrativas que solo buscan debilitar su esencia. En cada pronunciamiento, cada reivindicación, y cada manifestación, el feminismo se erige como una declaración de intenciones, un grito colectivo que resuena en el latido mismo de las luchas diversas.
El acto de nombrar, como un ritual de creación, transforma lo abstracto en lo concreto. Imaginemos una medusa, que se desliza etérea en las profundidades del océano, inasible y cautivadora. Así de elusive puede llegar a ser el feminismo si lo despojamos de su nombre. Cuando decimos «feminismo», otorgamos vida y presencia a una idea que, de otro modo, podría ahogarse entre confusiones y malentendidos. Nombrar el feminismo no es simplemente un ejercicio lingüístico; es un acto de reivindicación. Es revindicar un legado que ha sido históricamente relegado a la penumbra.
Pero, ¿por qué se ha generado un temor al uso directo del término? La respuesta se halla en la historia misma del feminismo. Con cada ola, desde las sufragistas que se manifestaron por el derecho al voto hasta las contemporáneas que luchan por la interseccionalidad y la igualdad en todos los frentes, el feminismo ha sido atacado, malinterpretado y, en muchas ocasiones, ridiculizado. Este rechazo ha engendrado un fenómeno curioso: el deseo de diluir su nombre y cambiarlo por eufemismos que lo despojan de su auténtico significado. Se busca suavizar la narrativa, transformando «feminismo» en «igualitarismo», como si perder la esencia del término fuera la solución a las críticas que recibe.
Urgentemente, es imperativo reflexionar: ¿qué se ganaría al renunciar al término que ha representado durante tanto tiempo la lucha por derechos inalienables? Abrazar el feminismo en su nomenclatura implica aceptar que la lucha por la justicia de género, por la equidad, es un viaje que no puede ser encubierto ni camuflado. La denominación es un faro en la niebla; ilumina la trayectoria de miles de mujeres que han luchado, y aún luchan, por desmantelar los sistemas patriarcales que buscan silenciarlas.
Sororidad, un valor intrínseco al feminismo, también encuentra su voz en la fuerza de nombrar. Cuando las mujeres se reúnen bajo el estandarte del feminismo, crean una sinfonía de voces únicas que armonizan en un solo canto. Pero esa armonía se desvanece si el término pierde su significado. Nombrar el feminismo es honrar a aquellas que nos precedieron, a las que dieron su tiempo y su sangre por los derechos que hoy disfrutamos. La historia no es una anécdota etérea; es un legado que se transmite a través del nombre.
Aun así, las resistencias al uso del término persisten, alimentadas por temores infundados y desinformación. Muchos argumentan que el feminismo, al ser demasiado «específico», excluye a aquellos que no se sienten representados por su etimología. Sin embargo, la esencia del feminismo se basa en la inclusión y en la lucha contra todas las formas de opresión, no solo aquellas que afectan a las mujeres cisgénero. Merced de esa lucha interseccional, el feminismo se amplía y se adapta, sin perder su identidad. Al llamar feminismo al feminismo, se hace espacio para todas las voces y todas las luchas.
Finalmente, la fuerza de nombrar reside en su capacidad transformadora. Al utilizar el término con orgullo, no solo se reivindica la lucha, sino que se invita a otros a unirse en una causa cada vez más universal. Nombrar el feminismo es ofrecer un espacio donde las discusiones pueden generar cambios. Es desafiar la noción de que el feminismo es una amenaza y, en su lugar, presentar una invitación a la colaboración y el entendimiento mutuo entre todos los géneros.
En conclusión, llamar feminismo al feminismo es un acto de resistencia frente a la opresión, una forma de dignificar la historia de lucha y una vía para fortalecer la comunidad en su diversidad. En tiempos donde la confusión y las malas interpretaciones parecen reinar, es vital que las palabras sean puentes, no muros. Hacer eco del feminismo es, en última instancia, un clarín de esperanza que resuena en cada rincón del planeta, recordándonos que la lucha continua. Así, nombrar el feminismo no es solo un acto; es un legado que se construye en la fuerza de las palabras y en el coraje de las acciones.