La mediación, en el contexto de conflictos sociales y políticos, ha sido presentada como una herramienta destinada a fomentar el diálogo y la resolución pacífica. Sin embargo, ¿por qué las feministas, en muchas ocasiones, han mostrado resistencia o incluso oposición a este enfoque? La crítica desde la perspectiva de género ofrece un marco revelador para desentrañar las complejidades de esta controversia.
Para comprender la oposición de las feministas a la mediación, es crucial examinar qué implica realmente este proceso. La mediación se concibe a menudo como un método neutral, donde un tercero facilita la comunicación entre las partes en conflicto. Sin embargo, esta noción de neutralidad es, en su esencia, problemática. La supuesta imparcialidad puede enmascarar dinámicas de poder profundamente arraigadas que perpetúan desigualdades de género. La mediación a menudo ignora la realidad de las mujeres y otros grupos marginados, quienes pueden encontrarse en posiciones de desventaja estructural que los mediadores, por su propia naturaleza, podrían no lograr reconocer.
La historia está repleta de ejemplos donde la mediación ha fracasado en abordar las necesidades específicas de las mujeres, particularmente en contextos donde la violencia de género es predominante. Por ejemplo, considerar un caso de violencia doméstica: la mediación puede llevar a una presión implícita para que la mujer permanezca en una situación tóxica por el “bien de la familia” o del “diálogo”. ¿Realmente se puede hablar de mediación cuando la seguridad física y emocional de una de las partes está en jaque? Este es un dilema central en el que las feministas encuentran justificación para su desacuerdo con este enfoque.
Además, es pertinente cuestionar la concepción de la mediación como un espacio de ‘escucha’ y ‘diálogo’. ¿Escuchan las voces marginalizadas o se convierten en ecos de las estructuras patriarcales que las silencian? La mediación puede, en su mejor intento, convertirse en un funcionalismo que busca restaurar una ‘armonía’ superficial, en lugar de desafiar y cambiar las normas sociales que fomentan la opresión. Esta ‘armonía’ muchas veces se traduce en la perpetuación de roles de género tradicionales que, lejos de celebrar la equidad, reafirman la jerarquía existente.
Una de las críticas más potentes que emergen de esta resistencia es la cuestión del enfoque legal del feminismo. Muchas feministas abogan por políticas que no solo aborden casos individuales de violencia, sino que transformen estructuras sociales más amplias. En este sentido, la mediación puede verse como un mecanismo que desvia la atención de reformas más profundas en el sistema judicial y social. La lucha feminista no se trata simplemente de atender casos aislados; busca cuestionar y reformular las bases de poder que permiten que la violencia y la desigualdad persistan.
Además, la mediación puede ser vista como un modo de despolitizar los conflictos de género. El feminismo no puede permitirse caer en la trampa de una resolución ‘pactada’ que no aborda las raíces socioculturales de la desigualdad. Esto plantea la cuestión de la legitimidad de las decisiones mediadas: ¿son realmente consensuadas o simplemente reflejan una capitulación ante sistemas profundamente injustos? Es vital que se reconozca que, a menudo, la mediación no es una panacea; puede, en muchos casos, ser una herramienta que perpetúa el statu quo.
A esta crítica se suma una reflexión sobre la organización feminista y la importancia del activismo colectivo. Las feministas que se oponen a la mediación entienden que el cambio significativo no ocurre en salas de mediación, sino en las calles, donde las voces reclamantes encuentran su fuerza. La expresión colectiva es, en muchos sentidos, una respuesta a las modalidades de mediación que intentan fragmentar y despolitizar luchas que son intrínsecamente políticas. Además, defender espacios seguros para las mujeres –fuera de la mediación tradicional– es imperativo para que estas puedan articular sus demandas sin miedo a represalias o revictimización.
Por lo tanto, lo que se plantea aquí es una crítica contundente: ¿realmente se está promoviendo la paz, o estamos eludiendo la violencia estructural que las feministas buscan desmantelar? La mediación puede ofrecer una ilusión de resolución, pero la pregunta que persiste es si esa resolución beneficia a todos por igual o perpetúa las jerarquías existentes.
Finalmente, es fundamental que la agenda feminista aborde no solo la urgencia de interrogar las dinámicas de poder en los procesos de mediación, sino también que proponga alternativas radicales que desafíen las estructuras opresivas de fondo. Soluciones que vayan más allá de la mediación tradicional pueden incluir la creación de espacios donde las mujeres puedan expresar sus experiencias de violencia y desigualdad en contextos que validen su voz y sus historias. Solo así se podrá construir un futuro donde la capacidad de las mujeres de vivir libremente no dependa de negociaciones que a menudo carecen de auténtica equidad.
Por lo tanto, preguntémonos: ¿estamos dispuestos a construir un camino hacia la paz que sea verdaderamente inclusivo o continuaremos aferrándonos a métodos que son, en muchos aspectos, una falacia? La lucha no termina con una mediación; comienza con un cuestionamiento radical de nuestros sistemas y las luchas que realmente deben ser priorizadas.