La noción de feminismo se ha convertido en un territorio de contienda muy necesitado de claridad y rigor crítico. En la intersección de la lucha por la equidad de género y el sistema capitalista, se plantea una gran paradoja: ¿es posible que florezca un feminismo pleno en un sistema que perpetúa desigualdades estructurales? La respuesta a esta interrogante es tajante: no. Este artículo se propone explorar, mediante una crítica estructural, las razones por las cuales el capitalismo y un feminismo radicalmente transformador son inherentemente antagónicos.
Para abordar esta cuestión, es fundamental comprender cómo opera el capitalismo. Este sistema económico no solo se basa en la acumulación de capital, sino que su principal motor es la explotación. La clase capitalista, que acumula riqueza, se beneficia a costa de la clase trabajadora, que incluye a hombres y mujeres, pero con un impacto desproporcionado sobre estas últimas. Así, el capitalismo emerge como un monstruo voraz que devora no solo la dignidad del trabajo, sino también los sueños de igualdad y justicia social que prop ulga el feminismo.
El capitalismo, en su esencia más pura, opera mediante la dualidad de la opresión y la explotación. Esta dualidad se manifiesta en la manera en que se organizan las relaciones laborales, donde las mujeres han sido tradicionalmente relegadas a los trabajos menos remunerados y más precarizados. Esto no es solo un desliz fortuito del sistema; es un mecanismo intrínseco que perpetúa y justifica la desigualdad. La figura de la mujer trabajadora se convierte en una representación simbólica de la lucha por la supervivencia, atrapada en un ciclo que favorece a aquellos que ya tienen poder y recursos.
El feminismo liberal, que busca la inclusión de las mujeres en la esfera del capitalismo, ignora esta realidad estructural. Aboga por la igualdad de oportunidades dentro de un sistema que es fundamentalmente desigual. En este sentido, se puede comparar con un pez que, al encontrar un pequeño arrecife de coral en un océano de plástico, decide hacer de su hogar un nido envenenado. Este enfoque, aunque bien intencionado, no cuestiona la matriz de opresión que está en el centro del capitalismo. Pide un lugar en una mesa repleta de desigualdades, en lugar de derribar la mesa misma.
El capitalismo también se alimenta de la perpetuación de estereotipos de género y roles tradicionales que subordinan a las mujeres. La cultura consumista, que alimenta la búsqueda del éxito y el bienestar a través de bienes materiales, exacerba la autopercepción y la autoestima de las mujeres. En este contexto, el imperativo de la apariencia se torna en una forma de sometimiento. A medida que las mujeres se encuentran atrapadas en la búsqueda de la aceptación a través de objetos de consumo, el verdadero espíritu de lucha feminista se diluye en la banalidad del consumismo.
Adicionalmente, el feminismo radical propone una ruptura con el patriarcado como fundamento del capitalismo. Esta visión no busca simplemente la representación dentro de un sistema desigual, sino que aspira a la transformación total de las estructuras sociales y económicas que sostienen la opresión. No obstante, el capitalismo se resiste al cambio radical. La mercantilización del feminismo, donde las ideas y luchas feministas son transformadas en productos consumibles, genera un obstáculo casi insalvable. Las reivindicaciones se convierten en moda, en tendencia, mientras que el núcleo de la lucha se aplana y pierde su esencia revolucionaria.
En consecuencia, la lucha feminista dentro del capitalismo se asemeja a una danza macabra entre la liberación y la contención. Las mujeres logran algunas victorias, pero a menudo son triunfos superficiales que no abordan las causas sistémicas de la desigualdad. La inclusión de mujeres en las juntas directivas de las empresas o en cargos políticos no garantiza que se produzca un cambio significativo en la estructura de poder. En la jerarquía capitalista, el deseo por una representación equitativa se disuelve en placeres efímeros cuando las decisiones siguen siendo tomadas por una élite patriarcal que, sin duda, no tiene en cuenta la experiencia vivida de las mujeres en la base de la pirámide social.
Es crucial, entonces, reconfigurar la narrativa feminista para que no se contente con pinceladas superficiales de cambio dentro del marco del capitalismo. La lucha por un feminismo pleno debe, obligatoriamente, plantearse alternativas que cuestionen y desmantelen el capitalismo como sistema opresor. Esto implica una perspectiva radical que no tema reconocer que, sin un cambio profundo en la economía, cualquier intento de justicia de género seguirá siendo meramente decorativo, una fachada que oculta un trasfondo de explotación y dominación.
Al final, el verdadero feminismo debe ir más allá de los límites impuestos por el capitalismo. Debe articular una visión socioeconómica que declare: ¡basta! a un sistema que niega el derecho fundamental de las mujeres a vivir en un mundo de justicia y equidad. Solo mediante esta ruptura se podrá allanar el camino hacia un feminismo que no solo sueñe con la igualdad, sino que la transforme en una realidad tangible. La lucha feminista, para ser plena, debe ser sinónimo de una lucha más amplia por la justicia social, justicia económica e igualdad de derechos, que se oponga ferozmente a las estructuras que perpetúan la desigualdad de género en un mundo capitalista.