La marcha feminista es un acontecimiento que, para muchas, representa la esperanza de un futuro más igualitario, pero, paradójicamente, también hay quienes eligen no participar. ¿Por qué alguien decidiría ausentarse de un evento que clama por los derechos de las mujeres y la equidad de género? La respuesta puede ser compleja, y va más allá de simples preferencias personales. En este análisis, se explorarán motivos personales y políticos que podrían llevar a una persona a no acudir a la marcha feminista, desglosando las implicaciones de esta decisión.
Primeramente, es imperativo reconocer que la elección de no asistir a la marcha feminista no es necesariamente un acto de neutralidad. A menudo, esta decisión es el resultado de una profunda reflexión sobre la participación en movimientos sociales. Hay quienes pueden sentir que su voz y su experiencia no se alinean con los discursos predominantes en la marcha. Puede que no se consideren suficientemente representados o que deseen evitar una forma de activismo que perciben como superficial, centrado en la “performatividad” más que en un cambio estructural real.
Además, el activismo puede ser emocionalmente agotador. La carga de abogar constantemente por la igualdad puede llevar a un fenómeno conocido como «fatiga del activismo». Esta sensación puede intensificarse en quienes han estado involucrados en luchas sociales durante años y sienten que los avances son escasos o que sus esfuerzos no son reconocidos. La marcha, en este contexto, puede parecer una repetición vacía de un ciclo sin salida, donde se gritan consignas y se levantan pancartas, pero se carece de un plan estratégico que conduzca a un cambio significativo.
En otro ámbito, existe la cuestión de la seguridad personal. Para muchas mujeres, las marchas pueden ser un espacio de vulnerabilidad. A pesar de convertirse en lugares de empoderamiento, los espacios públicos también pueden ser campos fértiles para la agresión o el acoso. Las mujeres que han sido víctimas de violencia de género pueden sentirse incómodas o intimidadas en la multitud, lo que puede solidificar su decisión de no participar. La lucha por la feminidad no debería resultar en un riesgo adicional de violencia, y este dilema es una razón válida para abstenerse de la marcha.
En paralelo, el contexto político actual juega un papel crucial en la decisión de asistir o no. Algunas personas sienten que la marcha se ha convertido en un evento más político que feminista, lo que provoca una desconexión. Cuando la comunicación se enmarca en intereses partidistas o en estrategias electorales, muchos se cuestionan la autenticidad de la lucha. Este desencanto puede llevar a una forma de activismo más privada y menos visibles, donde el cambio se busca a través de educar a otros, fomentar diálogos en espacios íntimos o colaborar en iniciativas locales que aborden problemáticas específicas.
Asimismo, muchas personas se ven atrapadas en un dilema moral y estratégico sobre cómo se debe luchar. No todas las luchas se visibilizan de la misma manera, y esta diversidad en los métodos puede generar tensiones. Mientras unos se aferran a la idea de que la visibilidad pública es esencial, otros creen que el cambio sutil y menos mediático puede ser igual de eficaz. Esta disconformidad puede desincentivar la participación en un encuentro que algunos consideran un desfile y no una verdadera confluencia de ideas y experiencias.
Por otra parte, es posible que existan razones casi existenciales detrás de esta decisión. Algunas personas luchan con la idea de formar parte de una narrativa colectiva que consideran no les representa. El feminismo, en su diversidad, ha generado múltiples corrientes de pensamiento y acción, dejando a muchos en un dilema sobre su lugar en este espectro. Una persona puede sentir que su vivencia feminista no encaja en las narrativas predominantes, y por lo tanto, elegir no asistir es una forma de afirmar su individualidad ante un movimiento que a veces puede volverse monolítico.
En la misma línea, las críticas a la marcha feminista pueden abarcar percepciones sobre el elitismo que a veces la rodea. No es raro escuchar expresiones que sugieren que ciertas voces son privilegiadas dentro del feminismo, creando así un eco de desigualdades que se pretendía erradicar. Aquellos que no se sienten representados por los discursos de mujeres de clase media, cisgénero o blancas, podrían optar por ausentarse, sintiendo que su historia es deslegitimada en un espacio que debería ser inclusivo. Este fenómeno plantea interrogantes sobre la verdadera interseccionalidad del movimiento y su capacidad para abrazar todas las voces.
Finalmente, aunque la marcha se presenta como una herramienta poderosa para la movilización social, es crucial entender que cada persona tiene sus propios caminos hacia el activismo y la lucha por la justicia. Aquellos que deciden no participar en la marcha feminista lo hacen por una variedad de motivos —desde la desconexión emocional hasta desavenencias ideológicas— que merecen respeto y reflexión. Al fin y al cabo, la feminidad no se prescriba y la lucha por la equidad puede tomar innumerables formas, todas ellas válidas en la complejidad de un mundo que sigue siendo desigual.