¿Por qué no me identifico con el feminismo? Reflexiones personales

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En un mundo donde las palabras tienen el poder de forjar realidades, la identidad feminista se convierte en un concepto grandioso, casi mítico. Sin embargo, al intentar encasillar mis pensamientos dentro de esta ideología, me encuentro atrapada en la telaraña de contradicciones y expectativas. Las afirmaciones categóricas de muchas feministas me invitan a unas reflexiones que escapan al maniqueísmo del “o estás conmigo o estás en contra”.

El feminismo, como un faro de emancipación, brilla con fuerza para muchas; sin embargo, en mi trayectoria personal, al mirar al fondo de esa luz, veo sombras que oscurecen la esencia de lo que debería significar la igualdad. No se trata de desestimar los logros alcanzados ni de ignorar las luchas de quienes han pavimentado el camino, sino más bien de cuestionar su agenda hegemónica, que en ocasiones parece relegar otros matices igualmente importantes.

Una perspectiva que ha resonado en mí es la del «feminismo inclusivo», una corriente que aboga por la pluralidad de voces y experiencias. En lugar de una sinfonía armónica, se plantea como un caótico conjunto de notas discordantes, donde cada cual sostiene su propia tonalidad. Encontrar mi voz en esta amalgama no es sencillo, pero anhelo contribuir a la melodía sin perderme en la cacofonía.

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¿Por qué no me identifico con el feminismo? Quizás porque a menudo el discurso predominante es rimbombante, ataviado con una retórica en ocasiones excesivamente dramática. La sensación de urgencia y la indignación son comprensibles, pero también hay un riesgo inherente de caer en el extremismo. La lucha por los derechos de las mujeres debe ser fervorosa, sí, pero también debe estar matizada por la empatía y el entendimiento. La historia se ha escrito a sangre y fuego, pero también con plumas y diálogos.

En la raíz de esta disidencia se encuentra la noción de que el feminismo, en su forma más ortodoxa, podría estar peligrando en su misión original de abogar por la equidad. Lo que se presenta como un manifiesto de liberación a veces se transforma en un duelo de géneros, donde el masculino es demonizado y el femenino idealizado. Pero, ¿acaso no son todos los seres humanos, independientemente de su género, merecedores de igualdad y respeto sin reservas ni condiciones?

Esta paradoja se manifiesta en el lenguaje. Los términos que deberíamos utilizar para hablar de nuestra realidad se convierten en armas de división. Por ejemplo, al hablar de “privilegios” se hace eco de un discurso que, aunque válido, puede resultar excluyente. Al final, se desdibuja el mismo argumento en el que se basa el feminismo: la lucha por derechos equitativos. Una lucha que debería ser transversal.

Además, la imposición de un modelo de feminismo como único camino correcto se convierte en una tiranía disfrazada. La diversidad de experiencias es vastísima. Cada mujer es un universo en sí misma, con sus particularidades que deben ser respetadas. El feminismo debe ser un espacio donde se acoja la variedad y no un campo de batalla donde lo diferente es visto como incongruente. ¿No deberíamos, entonces, abrazar un feminismo que dialogue y no que imponga?

No se trata de negar lo que significa ser feminista, sino de reconocer que su definiendo está en constante evolución. Hay un juego de poder y de identidades que se libra todos los días. En este sentido, defender una identidad única es un capricho más que una realidad. Aquello que algunos consideran una traición a la causa para otros puede ser una forma legítima de redefinir su papel dentro de ella.

La falta de relación con el feminismo hegemónico también puede atribuirse a la vorágine del activismo que en algunas esferas se ha configurado como un imperativo casi religioso. El apóstol del feminismo es, a menudo, el que más grita. La falta de contemplación y la imposibilidad de mirar fuera del cuadrado trazado erigen muros en lugar de puentes hacia posibles soluciones a los verdaderos problemas de desigualdad. Las luchas no deben polarizarse, sino integrarse de manera que se nutran mutuamente.

No obstante, vale la pena preguntarse: ¿qué haríamos si en lugar de divisiones nos centramos en lo que verdaderamente unifica? La reflexión crítica que el feminismo debería propiciar no solo se limita a la lucha por espacios, sino que también debe incluir la responsabilidad individual. Cada mujer debería hacerse cargo de su narración sin necesidad de encajar en una categoría preestablecida. Esto revaloriza no solo la experiencia individual, sino también la búsqueda colectiva por modificar estructuras injustas.

Finalmente, la invitación está clara: repensar el feminismo debe comenzar desde el desmantelamiento de paradigmas y creencias impuestas. En este proceso, la inclusión, el respeto a la diversidad y el reaccionar a los problemas sociales son herramientas fundamentales para construir un mundo donde cada voz cuente. Las luchas por los derechos deben ser tejidas de manera conjunta, creando una red amplia que nos une en la diversidad. Solo entonces seremos capaces de abrazar un sistema que trascienda más allá del género y se posicione sobre la dignidad humana. Quizás en esta amalgama, pueda encontrar un lugar que realmente me represente.

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