¿Por qué no se llama igualismo al feminismo? Orígenes históricos

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En un mundo que giraba a la sombra de la opresión patriarcal, surge una pregunta que desafía tanto la lógica como la tradición: ¿Por qué no se llama igualismo al feminismo? Esta interrogante no sólo resuena en las mentes inquisitivas de quienes buscan entender la lucha por la igualdad de género, sino que también revela la complejidad de los términos a través del tiempo. Antes de adoquinar caminos con respuestas simplistas, exploraremos los orígenes históricos del feminismo y la razón que lo distingue, en su nomenclatura y en su esencia, del tan anhelado ‘igualismo’.

El feminismo, como movimiento, no emergió de un vacío; fue una respuesta a siglos de desigualdad y opresión sistemática. Desde el inicio de la civilización, las mujeres han sido relegadas a un rol secundario, definido por masculinidades hegemónicas que dictaban no sólo el ámbito social, sino también el intelectual y el emocional. La historia evidencia que el esfuerzo de las feministas no es solamente un grito por la igualdad; es una reivindicación de derechos humanos basados en la dignidad y la autonomía de cada individuo.

Quizás, al pensar en ‘igualismo’, se imagine un ideal romántico donde todos tienen los mismos derechos, deberes y oportunidades, sin embargo, esta concepción ignora las particularidades de la lucha y las diferencias inherentes entre los géneros. La intersección de clase, raza y etnicidad juega un papel decisivo en cómo se experimenta la opresión. Por lo tanto, reducir la lucha al ‘igualismo’ diluiría las especificidades del feminismo. Violaría la década tras década de lucha donde el feminismo ha documentado cómo las mujeres, y otros grupos subalternos, han sido sistemáticamente excluidos de los derechos más esenciales.

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Tomemos un momento para preguntarnos: ¿qué hace que el término ‘feminismo’ sea tan inesperadamente potente? Esta palabra evoca tanto la historia del sufragio como la corrosiva lucha contra la violencia de género. Cada sílaba está impregnada de narrativas de resiliencia frente a siglos de resistencia. La primera ola del feminismo, que emergió en el siglo XIX, fue fundamentalmente sobre el derecho al voto; la segunda ola, en los años 60 y 70, amplió su espectro abordando la desigualdad en el trabajo, la sexualidad y la salud reproductiva. Desde entonces, el feminismo ha evolucionado en una amalgama de voces y vertientes, adaptándose a nuevas realidades sociales y políticas.

Aquí es donde la noción de ‘igualismo’ se enreda en sus propias limitaciones. Mientras que se puede clamar por igualdad de derechos en abstracto, ¿cuántas veces se ignoran las voces de las mujeres de color, las mujeres queer, o las trabajadoras disenfranchizadas? Estos matices están ausentes en una visión simplista. Al anteponer la palabra ‘feminismo’, se intenta asegurar que la historia de aquellas que han sido constantemente despojadas de su agencia no se quede en un rincón olvidado. Detrás de cada figura histórica del feminismo, existe un conjunto único de retos que han reformulado la narrativa de la opresión.

En este sentido, el feminismo hace un llamado claro a la acción: no se trata únicamente de equiparar experiencias, sino de reconocer y abordar las injusticias específicas que han marcado la vida de las mujeres. Este enfoque no sólo da voz a quienes han sido silenciadas, sino que también plantea un desafío a la norma establecida: desafía la idea de que ser ‘igual’ implica homogenizar experiencias. Ahí se encuentra la trampa; el igualismo puede ser una idealización atractiva, pero despoja a las luchas de su profundidad y su significación. Como si el simple hecho de llamar a todos ‘iguales’ pudiera borrar el legado de injusticia.

Vale la pena considerar cómo el feminismo, con su nombre enarbolado, nos acerca a una construcción más empática y matizada de la igualdad. En lugar de diluir la lucha, el término ‘feminismo’ aúna una resistencia que continúa resonando en cada rincón del mundo. La lucha contra la misoginia, por un lado, y la de la interseccionalidad, por otro, no son solo componentes del mismo discurso; son las razones mismas por las que nombrar el feminismo es esencial.

Entonces, mientras muchos se preguntan por la lógica detrás de la nomenclatura, surge una voz que responde por todas aquellas que lucharon antes y por aquellas que todavía luchan hoy: ‘Feminismo no es un sinónimo de igualismo, es un baluarte de la justicia, donde la lucha tiene rostro, voz y historia’. Quizás el futuro se forje más brillante si se escucha a quienes han estado en la vanguardia de la reivindicación. Con cada ‘por qué’ que se torna en un ‘cómo’, el feminismo avanza decidido, abrazando el desafío de redefinir lo que significa verdaderamente ser ‘igual’ en una sociedad que ha olvidado lo que esa palabra conlleva.

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