El término «feminismo» es un verdadero enigma. ¿Por qué, en una era en que se aboga por el igualitarismo, persistimos en emplear esta palabra cargada de historia y controversia? A primera vista, podría parecer que el «igualitarismo» abarcaría de manera más justa la lucha por la igualdad de géneros. Sin embargo, al derribar las capas de significados y relaciones de poder, se revela que el feminismo no es únicamente una cuestión de palabras, sino un grito de guerra vibrante y necesario en un mundo que todavía lucha contra las estructuras patriarcales.
La elección de la palabra «feminismo» tiene raíces profundas en la lucha histórica de las mujeres por autonomía, derechos y reconocimiento. Desde el surgimiento del movimiento en el siglo XIX, cuando las mujeres comenzaron a exigir derechos básicos como el voto y la educación, hasta las olas contemporáneas que buscan desmantelar la opresión en todas sus formas, la palabra ha evolucionado y se ha adaptado, pero su esencia sigue siendo la misma: empoderar a las mujeres para cuestionar el statu quo.
Aquí es donde surge una cuestión provocativa: al considerar la palabra «igualitarismo», ¿no estaríamos diluyendo la particularidad de las luchas históricas que han definido el feminismo? Un igualitarismo que engloba a todas las identidades de género podría minimizar injustamente las experiencias y luchas específicas de las mujeres. Este fenómeno de «borrado» es, en sí mismo, una forma de violencia simbólica que perpetúa el silencio y la invisibilidad de las voces femininas en la narrativa más amplia.
Cuando se habla de feminismo, se está hablando de unas estructuras de poder que han estado presentes durante siglos. Se hace referencia a la búsqueda de un cambio radical en cómo se perciben y se practican las relaciones de género. Se trata de desafiar las normas establecidas, de desarmar la cultura patriarcal que ha determinado, entre otras cosas, las expectativas sociales sobre lo que significa ser mujer. Y, en consecuencia, se posiciona la palabra ‘feminismo’ como una herramienta que permite visibilizar estas luchas específicas. No es suficiente, entonces, hablar de igualdad en términos generales; se necesita abordar las injusticias que afectan a las mujeres en particular.
Cabe señalar que el feminismo no solo beneficia a las mujeres. Un mundo feminista -es decir, un mundo que desafía las jerarquías de género- es un mundo que aboga por la justicia social en su totalidad. Cuando se les da prioridad a las voces feministas, se está dando un paso hacia un planeta donde todos pueden prosperar, libres de expectativas restrictivas impuestas por su género. En este sentido, el feminismo debería ser visto como una causa común, un movimiento colectivo que invita a todos, sean hombres, mujeres o personas no binarias, a unirse en la lucha contra la opresión.
Ahora, imaginemos un escenario en el que el término «igualitarismo» prevalezca. Las bondades en teoría son claras: en un mundo igualitario, todos tendríamos los mismos derechos y oportunidades, independientemente de nuestra identidad. Pero al emplear esta noción abstracta, corremos el riesgo de ignorar las dinámicas complejas que existen. Las cifras de violencia de género, las brechas salariales y la representación en el liderazgo son solo algunas de las realidades que demuestran que la igualdad jurídica no equivaldría a la igualdad real. Del mismo modo, redefinir la justicia de género a través de la lente del igualitarismo podría sofocar el sentido de urgencia que requiere la eterna lucha feminista.
El feminismo, en su forma más pura, se convierte así en un medio de resistencia, una salvaguarda que mantiene la atención enfocada en las injusticias que persisten y que requieren acción. Cada vez que la palabra «feminismo» se menciona, es un recordatorio potente de las heridas abiertas de la historia, de las luchas pasadas y presentes, y del camino aún por recorrer. No se trata de un concepto que deba ser reinterpretado para ser más inclusivo; debe ser exaltado y defendido, porque abarca las montañas de resistencia y resiliencia que han caracterizado la historia de las mujeres a lo largo del tiempo.
El desafío que se plantea aquí es, entonces, el de cuestionar la voluntad de disolver el feminismo en un lenguaje que se asemeje al igualitarismo. ¿Por qué renunciar a una etiqueta que no solo representa luchas individuales y colectivas, sino que se asocia intrínsecamente con la emancipación de la mitad de la población mundial? Esta cuestión no es mera semántica; es una invitación a reflexionar sobre la importancia del lenguaje que utilizamos en los movimientos sociales.
En última instancia, el debate no debería ser si utilizamos el término «feminismo» o «igualitarismo». Debería girar en torno a cómo podemos continuar esa lucha por la igualdad mientras honramos las historias que han dado forma a nuestra comprensión de la opresión y la liberación. Es más que una cuestión de palabras; es una cuestión de reconocimiento, de reivindicación y, sobre todo, de resistencia. Así que, la próxima vez que escuches a alguien sugerir que el «igualitarismo» podría ser una opción más adecuada, pregúntales: ¿qué perderíamos si abandonáramos el feminismo en nombre de un ideal aparentemente más «parejo»? La respuesta no solo tiene que ver con el lenguaje; reside en las vidas de millones de mujeres y hombres que aún luchan por un mundo verdaderamente igualitario. Al final, la lucha feminista no es solo una lucha de mujeres, es una batalla de todos y para todos.