¿Por qué soy una mala feminista? Reflexiones imperfectas de una lucha necesaria

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La lucha por la igualdad de género es un camino repleto de matices, y aunque algunos podrían proclamar su compromiso con el feminismo en términos absolutos, yo me encuentro en una disonancia que me lleva a preguntarme: ¿realmente soy feminista, o más bien una mala feminista?

Para abordar esta cuestión, es crucial realizar un análisis introspectivo. La primera reflexión que me surge es sobre la definición misma de feminismo. Este movimiento se ha diversificado a lo largo de los años, dando lugar a múltiples corrientes y enfoques. Desde el feminismo liberal, que aboga por la igualdad en el ámbito legal y político, hasta el feminismo radical, que busca desmantelar el patriarcado en su totalidad. En medio de esta amalgama, me descubro fluctuando entre diferentes posturas, algo que en cierta medida delata mi «mala feminista».

Una de las incongruencias más obstructivas en mi proceso es la relación con el privilegio que poseo. Al ser mujer en una sociedad patriarcal, mis luchas son, sin duda, válidas. Sin embargo, también reconozco que mi posición social, educativa y económica podría ser un arma de doble filo. Mientras defiendo la equidad, a veces me encuentro en situaciones donde la empatía hacia mujeres de entornos más vulnerables flaquea. Me pregunto: ¿en qué medida mis intereses pueden estar eclipsando las voces de otras mujeres que, como yo, buscan justicia, pero lo hacen desde un lugar de desigualdad? ¿Es esta falta de conexión una señal de mi fallo como feminista?

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El feminismo no se trata solo de identificar y señalar las injusticias que yo misma experimento; se trata de construir puentes entre diversas experiencias y fomentar un sentido colectivo de solidaridad. Sin embargo, no siempre es sencillo. En la era de las redes sociales, donde los discursos se polarizan y la disidencia se castiga con ferocidad, me es difícil expresar mis pensamientos en torno a estos dilemas. A menudo, veo que la autocrítica se considera traición. Esto me lleva a cuestionar: ¿Puedo ser una feminista auténtica si retraigo mis dudas y luchas internas por miedo a ser estigmatizada?

Por otro lado, la interseccionalidad, aunque reconocida y discutida abiertamente, es un concepto que debe ser vivido. No es suficiente entender que las experiencias de las mujeres varían por cuestiones raciales, socioeconómicas y culturales; hay que integrar esta comprensión en nuestra práctica diaria. ¿Cuántas veces hemos puesto en tela de juicio nuestra propia servidumbre a ciertos patrones de comportamiento que nos han sido impuestos? Discernir mi papel en esta red es una de las reflexiones que más me atormenta. A veces, actúo como una “aliada” que no siempre comprueba sus privilegios, y eso me convierte en una mala feminista.

Un aspecto que agrava esta autocrítica es el concepto de “feminismo elitista”. Con frecuencia, se observa cómo, en ciertas esferas, la voz del feminismo suena más a un clamor intelectual que a un lamento colectivo. La academia, por ejemplo, a menudo se apropia del discurso feminista, pero se lo presenta en un lenguaje que excluye a quienes no tienen acceso a la educación superior. No puedo evitar preguntarme, entonces: ¿está el feminismo actual quedándose atrapado en sus propias contradicciones? ¿Es acaso esta exclusión de voces variadas lo que me convierte en una mala feminista?

La batalla del lenguaje es otra de las arenas en las que me siento insegura. Las palabras son herramientas poderosas, mas en las manos equivocadas pueden ser destructivas. En el afán de generar un cambio, a menudo considero el uso de un lenguaje inclusivo. Sin embargo, dentro de círculos feministas, me encuentro con posturas encontradas. Algunos abogan fervientemente por la incorporación del lenguaje no binario, mientras que otros consideran que este enfoque puede desviar la atención de los problemas centrales que enfrenta el feminismo. ¿Cómo equilibrar esa balanza sin alienar a quienes consideran la lucha por la igualdad como universal? La lucha por un lenguaje inclusivo puede convertirse en otra cerradura que me atrapa en la etiqueta de mala feminista.

Por último, surge la reflexión sobre el auto-perdón. Es un hecho que la autocrítica sin compasión puede llevar a la parálisis. En este camino lleno de contradicciones, es vital encontrar un espacio donde la individualidad coexista con la comunidad. Estar en constante conflicto con mi ser interno no es el objetivo del feminismo. ¿Acaso no se trata de aceptarse y, en esa aceptación, encontrar fuerzas para luchar? Aprender que es posible ser una mala feminista y, aún así, avanzar en la lucha por la igualdad, puede ser la clave para la transformación personal y colectiva.

Así que, ¿soy una mala feminista? Quizás sí. Pero esa imperfección no es un obstáculo; es un recordatorio constante de que el feminismo está en evolución, y que ser parte de él no es un destino, sino un viaje. Una travesía donde las dimensiones de la lucha se entrelazan con la experiencia humana, dando lugar a un espacio para el crecimiento, el aprendizaje y, sobre todo, la comprensión.

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