Durante mucho tiempo, la palabra ‘feminista’ resonó en mi ser como un mantra poderoso, una declaración de intenciones que prometía la igualdad, la liberación y la lucha colectiva. Sin embargo, en un giro desconcertante, me encuentro ante la necesidad de replantear esa identidad. ¿Por qué ya no me considero feminista? Este viaje personal ha estado plagado de matices, contradicciones y una búsqueda incesante de significado en un mundo que parece dividirse entre bandos.
El feminismo, en su esencia, es un movimiento que ha luchado por los derechos de las mujeres y la equidad de género. Sin embargo, en los últimos años, he comenzado a sentir que esta etiqueta se ha configurado en algo que ya no me representa. La vorágine de voces, ideologías y enfoques dentro del feminismo contemporáneo se ha convertido en un campo de batalla donde la verdadera esencia de la lucha se diluye.
Una de las razones que me llevan a distanciarme del feminismo tradicional es el surgimiento de una narrativa que a menudo parece más interesada en dividir que en unir. Se da preferencia a la opresión interseccional y, en algunos casos, se erosiona el propio concepto de mujer. En lugar de construir puentes, se levantan murallas que excluyen a quienes no se alinean con ciertas ideologías. La postmodernidad ha traído consigo un feminismo diverso, pero también ha creado un espacio hostil y competitivo donde la validación se obtiene a través de la pureza ideológica.
A menudo, las discusiones dentro del feminismo se han desviado hacia un excéntrico territorialismo. Se ha convertido en un juego de “quién es más oprimida”, donde se aplacan voces disidentes y se silencian críticas constructivas. En las redes sociales, una plataforma que debería facilitar el diálogo, se ha consolidado un ambiente que polariza opiniones. ¿No es, acaso, la lucha por la equidad un esfuerzo colectivo que debería incluir a todas las voces? Sin embargo, el feminismo ha pasado de ser una lucha por la libertad a una competición de quién posee la verdad.
He descubierto que, en esta dinámica, se han perdido verdades fundamentales sobre la naturaleza humana y la complejidad de nuestras experiencias. El feminismo ha entrado en una fase de dilatación, donde la inclusión de múltiples realidades se ha convertido en un punto de prioridad. Pero, ¿hasta qué punto se puede aceptar todo sin cuestionar? Esta amalgama de experiencias ha creado un feminismo que a menudo se siente como un desfile de identidades, en lugar de una revolución que aspire a cambiar el sistema en su totalidad.
Por otro lado, el asombro y la admiración por la historia del feminismo, con su legado de lucha contra la desigualdad, me provocan sentimientos de nostalgia. El fervor de las olas feministas del pasado, combinadas con el compromiso para alterar estructuras de opresión, resulta fascinante. La lucha por el sufragio, la igualdad salarial y la autonomía corporal ha dado lugar a avances indiscutibles. Sin embargo, ¿no se ha convertido el feminismo en un símbolo de marketing y una etiqueta conveniente para muchos? Las empresas adoptan la narrativa feminista, mientras siguen perpetuando sistemas que oprimen a las mujeres. Me pregunto si ese es el camino que queremos seguir.
Una de las razones cruciales por las que mi identificación con el feminismo se ha desmoronado es la creciente fobia hacia los hombres. El discurso contemporáneo parece simplificar la lucha a una cuestión de género, demonizando a un grupo en lugar de reconocer que el patriarcado afecta tanto a hombres como a mujeres. La culpabilización del hombre como opresor ha creado un antagonismo que, en lugar de unirnos, nos separa. El diálogo se ha vuelto tenso, y los hombres se sienten atacados en su esencia. En lugar de construir aliados, se generan adversarios, y eso no es lo que el feminismo debería ser.
Este viaje me ha llevado a la reflexión sobre el rol del amor y la empatía en nuestras luchas. El feminismo debería aspirar a una humanidad en común, a un espacio donde tanto hombres como mujeres trabajen de la mano para desmantelar estructuras opresivas. La emancipación no se logra a través de la enemistad, sino a través del respeto y la comprensión mutua. En este sentido, el feminismo pierde su esencia cuando se convierte en una ideología cerrada, incapaz de abrir espacios para nuevas ideas o formas de interpretar la realidad.
A medida que me alejo de la etiqueta de ‘feminista’, sigo siendo una defensora de la igualdad y de la justicia social. La búsqueda de equidad y de oportunidades para todos, sin distinción de género, raza o clase, se mantiene firme. Sin embargo, dudo de la efectividad de un movimiento que se ha fragmentado en tantos matices que ha perdido de vista su objetivo original: la libertad. No necesito el término ‘feminista’ para defender mis creencias y valores; estas están intrínsecamente arraigadas en mi ser, más allá de etiquetas que, al fin y al cabo, pueden ser reductivas.
Es un viaje lleno de matices y nuevas perspectivas, navegando entre el desencanto y la esperanza. La historia continúa escribiéndose, y nadie debería ser excluido del papel de actor en esta obra colectiva. Así que aquí estoy, comprometida con la lucha por un mundo más justo, aunque me aleje de una etiqueta que ya no se siente como mi hogar. La reflexión sigue siendo la clave: cuestionar, indignarse, pero sobre todo, construir juntos un futuro donde la equidad brille más allá de palabras vacías.