La afirmación de que ya no soy feminista podría sonar provocadora, irreverente, incluso escandalosa. Pero en este recorrido voy a desglosar mis razones y la experiencia transformadora que me llevó a esta conclusión. Al imperar una cultura que busca constantemente encasillarnos en identidades específicas, voy a abrir la puerta a una reflexión profunda sobre lo que realmente significa ser feminista y, por qué, en mi caso particular, se ha vuelto contraproducente y restrictivo.
Primero, es crucial entender que el feminismo, a lo largo de su historia, ha sido un movimiento multifacético. Ha evolucionado en diferentes olas, cada una con sus propios objetivos, raíces y luchas. Inicialmente, las mujeres lucharon por el derecho al voto, posteriormente por la igualdad laboral y los derechos reproductivos. Sin embargo, en mi experiencia, el feminismo contemporáneo ha derivado hacia un dogma que se aleja de su esencia. En lugar de promover un espacio inclusivo para todas las voces femeninas, ha tendido a dividir y polarizar a las mujeres.
La identidad feminista actual a menudo parece estar marcada por una intolerancia hacia las críticas. ¿En qué momento el movimiento pasó de ser un refugio de solidaridad a una armería de ataques? Hay un sentido generalizado de que cualquiera que exprese una opinión divergente o una autocrítica a la ideología se convierte en un “traidor” de la causa. Esta cultura de la cancelación no solo ahoga el debate, sino que también silencia a perspectivas valiosas que podrían enriquecer la discusión. Se ha perdido así la esencia de la autocrítica y la evolución, dos elementos vitales para cualquier movimiento social que aspire a la relevancia y el cambio.
Luego, me encuentro con el dilema de la interseccionalidad. Aunque el feminismo ha generado conciencia sobre la importancia de incluir diferentes experiencias de vida, en la práctica, muchas de estas narrativas terminan siendo jerárquicamente organizadas. Se asume que hay perspectivas más ‘auténticas’ o ‘legítimas’ que otras. Esta clasificación es reduccionista y niega la multiplicidad de experiencias que coexisten dentro del espectro femenino. En lugar de abrazar la diversidad, se crean barreras que segregan a las mujeres en lugar de unirlas.
Adentrándome en lo personal, he descubierto que mi identidad se ha definido en gran medida por esta lucha externa. Los militantes suelen alentar a que la autoidentificación feminista se convierta en un moño que todas debemos llevar. No obstante, en mi propio camino, la necesidad de pertenencia a esta categoría ha eclipsado mi individualidad y mis intereses particulares. La lucha por ser reconocida como feminista me despojó de la oportunidad de explorar mi complejidad como ser humano.
Por otro lado, existe una narrativa predominante que afirma que ser feminista es, de alguna manera, sinónimo de estar en desacuerdo con el capitalismo, el patriarcado y otros sistemas opresivos. Sin embargo, esta postura es tan polarizadora como engañosa. En el fondo, cualquier etiqueta conlleva sus propias contradicciones. El capitalismo se ha infiltrado en todos los aspectos de nuestras vidas, y a menudo podemos observar cómo las mismas estructuras que se critican son las que permiten la proliferación de plataformas para la voz de las mujeres. Se vuelve un juego de doble filo que nos envuelve en un enigma irresoluble.
El feminismo contemporáneo, en su rechazo a las dinámicas de poder, ha caído en su propia trampa. La amistad entre mujeres, la colaboración y la empatía se han visto sustituídas por una lucha constante por ganar terreno en una batalla que, en lugar de unirnos, nos fragmenta. Reconocer esta ironía debería ser el primer paso hacia un proceso de introspección colectiva.
A medida que me distancio de esta identidad, empiezo a darme cuenta de que la lucha por la equidad no necesariamente tiene que estar ligada a una etiqueta. A veces, la disidencia puede ser mas liberadora que la conformidad. La libertad de pensar críticamente y de reprochar lo establecido se convierte en un acto de resistencia más poderoso que perder más tiempo defendiendo identidades. ¿No sería más luminoso unir fuerzas como seres humanos, en lugar de estar atrapados en disputas políticas o ideológicas?
Es, quizás, un momento propicio para que se descomponga la monumental piedra de la identidad feminista, dando paso a un enfoque más humanista. Un enfoque que fomente el debate, el entendimiento mutuo y el crecimiento personal, sin apegarse a las cadenas de un dogma que, aunque nació con las mejores intenciones, ha comenzado a limitar nuestro potencial.
Admitir que ya no soy feminista es, en esencia, una reivindicación de mi derecho a explorar mi existencia sin restricciones. Al romper con la identidad a la que durante tanto tiempo me adherí, veo ahora con claridad el vasto horizonte de posibilidades que se me presentan. No se trata de rechazar las luchas por la equidad, sino de buscar un nuevo paradigma en el que cada uno pueda encontrar su voz única, entretejiendo nuestras experiencias individuales en un tapiz de convivencia y respeto.
Por ende, lo que se perfila ante mí no es una negación de la lucha de las mujeres, sino una reafirmación de que la verdadera emancipación comienza por el reconocimiento de la complejidad humana. Si el feminismo actual no puede abarcar esta riqueza, tal vez sea hora de cuestionarlo, de romper con lo que nos limita y de abrir un nuevo camino hacia la verdadera libertad.