La oscuridad de la explotación, ese manto opresor que cae sobre los hombros de la clase obrera, es también un velo que muchas veces oculta la lucha silente y esencial del feminismo proletario. Este enfoque feminista no es uno más; es una reafirmación de que la revolución de género está intrínsecamente ligada a la lucha por la justicia social. Es el grito agónico de aquellas que, en una sociedad capitalista, no solo deben luchar contra la opresión de género, sino también contra la explotación de clase.
Cuando hablamos de feminismo proletario, estamos invocando una ideología que se erige como un faro de esperanza en medio de la tempestad del patriarcado y del capitalismo. En este contexto, el feminismo no puede ser tratado como un concepto aislado, como una mera abstracción académica, sino como una lucha que se entrelaza con la clase obrera. Es un grito que resuena en las fábricas, en los barrios marginales, en cada rincón donde las mujeres que trabajan sufren dos veces: por su clase y por su género. Al igual que un río que fluye, el feminismo proletario busca romper las barreras que dividen a las mujeres y las hombres en esta lucha común.
En la estructura social actual, las mujeres de clase trabajadora se encuentran en el epicentro de la contradicción. Por un lado, son las que sostienen el hogar, proporcionando cuidados, amor y trabajo doméstico, en su mayoría no remunerados. Por otro, son las primeras en sufrir los embates de la crisis económica, haciendo que su situación sea precaria. Este dualismo es lo que permite apreciar la verdadera esencia del feminismo proletario: no se trata solo de mejorar la situación de las mujeres, sino de derribar el sistema que perpetúa la desigualdad en todas sus formas.
Para entender el feminismo proletario, es imprescindible reconocer que el capitalismo es un sistema cuyo sustento se basa en la división y la jerarquización. Las mujeres de clase trabajadora no solo enfrentan el sexismo contemporáneo, sino que también son víctimas de una explotación económica que las empuja a los márgenes de la sociedad. Esta intersección entre género y clase es la cepa de una revolución necesaria. Aquí, cada acción del feminismo proletario no solo reivindica derechos, sino que desafía el conjunto del sistema opresor, desnudando las cadenas que atan a la mujer trabajadora.
Es indiscutible que el feminismo ha dado amplios pasos en la búsqueda de la equidad. Sin embargo, el feminismo burgués, ese que se centra en las élites y que a menudo ignora las luchas de las mujeres trabajadoras, ha distorsionado la verdadera lucha. Utiliza un lenguaje florido que, si bien puede ser potente, a menudo se queda en la superficie. Esto deja a las mujeres de clase trabajadora atrapadas en un vaivén de esperanza fugaz. Mientras unos abogan por igualdad en la cima, las demás nos sentimos cada vez más inmersas en la sombra de una lucha que continúa. Es allí donde surge la necesidad de un feminismo que hable, que resuene en la vida cotidiana de la clase obrera.
En este sentido, la revolución de género debe ir acompañada de una revolución económica y social. El feminismo proletario no se conforma con la mera inclusión de las mujeres en el ámbito laboral, sino que desafía la noción misma de trabajo bajo el capitalismo. Propugna un mundo donde el trabajo no sea explotación, donde el cuidado y la producción se vean como pilares de una nueva soberanía. Esto se traduce en un llamado a la solidaridad entre hombres y mujeres, donde el trabajo de ambas partes se revalorice y donde la lucha colectiva por la justicia social se convierta en la brújula de nuestras acciones.
El feminismo proletario también nos desafía a deconstruir la idea de éxito y progreso. En un sistema que glorifica el individualismo, el feminismo proletario lanza una crítica mordaz a la autonomía que se ha convertido en un valor supremo. La emancipación no se encuentra en el ascenso a la cúspide del capitalismo, sino en la construcción de un mundo en el que todas las mujeres, independientemente de su situación socioeconómica, puedan vivir en dignidad, ejerciendo sus derechos plenamente.
Ante el auge del neoliberalismo, es imprescindible articular una respuesta que no solo eche luz sobre las injusticias del cielo capitalista, sino que también exhorte a las mujeres de todos los estratos sociales a unirse. Esto significa que las luchas deben ser comunes. En este sentido, el feminismo proletario no solo busca la liberación de las mujeres, sino que también pone de relieve la necesidad de cambiar estructuras enteras. Porque, al final, no se trata solo de liberar una clase, sino que el objetivo es liberar a toda la humanidad de las garras de la opresión.
Mes a mes, las luchas de las trabajadoras nos enseñan que la revolución no puede esperar. En un mundo que se configura a través de la explotación y la desigualdad, el feminismo proletario se declara en estado de alerta, lista para desmantelar las estructuras que perpetúan tanto la opresión de clase como de género. El tiempo es ahora. Las mujeres de la clase obrera deben ser el núcleo del cambio, y su lucha, faro luminoso de una revolución que, cuando llegue, será la que libere a todas las mujeres. Ese es el verdadero sentido del feminismo proletario: un viaje que es tanto colectivo como profundamente personal, donde cada paso cuenta en la construcción de un mundo más justo y equitativo.