El feminismo, lejos de ser una mera etiqueta o un accesorio ideológico, es una vertiente política profundamente arraigada en la lucha por la justicia social. En sus diversas manifestaciones, este movimiento abarca desde el ámbito más visceral de las calles, donde la voz colectiva resuena en cada consigna y pancarta, hasta las instituciones, donde se busca transformar no solo leyes, sino conciencias y estructuras de poder. Pero, ¿qué es en realidad el movimiento político del feminismo y cómo ha transitado de las calles a las instituciones?
Para entender la esencia del feminismo como movimiento político, es fundamental desarticular la narrativa simplista que circunscribe a las feministas a ser simplemente mujeres que quieren igualdad. Si bien la igualdad de género es un pilar esencial, esta lucha va más allá: aboga por una reestructuración completa de las sociedades patriarcales, donde el machismo ha configurado nuestras interacciones desde tiempos inmemoriales. El feminismo, entonces, se presenta como una forma de resistencia, no solo contra la opresión de género, sino contra todas las formas de dominación que se entrelazan: raza, clase, orientación sexual, y más.
Las calles han sido históricamente el punto de encuentro de este fervor. En los últimos años, hemos sido testigos de cómo esta rabia y necesidad de cambio se han canalizado en masivas movilizaciones. La famosa consigna «¡Ni una menos!», que clama por poner fin a la violencia de género, ha trascendido fronteras y se ha convertido en un grito global. Estas manifestaciones no son meras manifestaciones de descontento; son actos de reivindicación política que han forzado al sistema a mirar y, en muchos casos, a actuar.
Sin embargo, el estar en las calles no es suficiente. Es ahí donde comienza la urgente necesidad de trasladar estas luchas a las instituciones. Las mujeres se han dado cuenta de que hay un vacío enorme entre la realidad de sus vidas y las decisiones que se toman en los palacios de gobierno, en los parlamentos o en las mesas de negociación. Así, se han lanzado a conquistar esos espacios que históricamente les han sido negados. Desde candidaturas a cargos públicos hasta la creación de políticas públicas que prioricen la equidad de género, el cambio está en marcha.
Pero, ¿es realmente efectivo este tránsito del activismo al ámbito institucional? La respuesta a esta pregunta es compleja. Por un lado, el acceso a posiciones de poder permite que la voz feminista tenga un eco más duradero. Por ejemplo, la implementación de leyes que combatan el acoso callejero o que garanticen el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo dependen en gran medida de la presencia de feministas en las estructuras de poder. Actores que entienden las realidades que viven las mujeres en la cotidianidad pueden articular leyes que efectivamente respondan a estas problemáticas.
Sin embargo, también surge un dilema inquietante. ¿Corren las feministas el riesgo de ser cooptadas por un sistema que, en esencia, es patriarcal? Esta es una preocupación válida y ampliamente discutida dentro del movimiento. Muchos argumentan que al ingresar a las instituciones, se corre el riesgo de diluir las demandas radicales del feminismo y caer en el juego político establecido. Las negociaciones, los compromisos y las mediaciones pueden suavizar las aristas de un movimiento que no debería tener nada de complacencia.
Aun así, el feminismo ha demostrado ser un agente de cambio resiliente. Las instituciones, aunque imperfectas, pueden ser remodeladas desde dentro. Observamos, por ejemplo, cómo la reciente inclusión de mujeres en el Gabinete de algunos países ha servido para visibilizar problemáticas que antes permanecían en la sombra. La ventaja de tener una representación femenina no es únicamente extremadamente simbólica; actúa como un catalizador para discusiones y enfoques innovadores en políticas sociales. Esta transición arroja luz sobre la intersección entre el derecho a la vida digna, el acceso a salud sexual y reproductiva, y el fin de la violencia machista.
Además, el feminismo ha evolucionado en su concepción de la política. Ya no se trata únicamente de ser parte del sistema, sino de transformar su esencia. Esto implica cuestionar los cimientos de la «política tradicional»: las ciudades, las leyes y las instituciones deben ser diseñadas teniendo en cuenta no solo una perspectiva de género, sino también inclusiva, que honre la diversidad de experiencias y luchas que existen dentro del feminismo mismo.
El futuro del feminismo político radica en su capacidad para mantener esa chispa de activismo callejero viva mientras navega en las aguas tortuosas de la política institucional. Si el movimiento logra un equilibrio entre la lucha en las calles y la articulación de políticas efectivas, se abre un horizonte esperanzador. Se trata de un cambio de paradigma donde el feminismo se convierta no solo en una demanda de igualdad, sino en un auténtico motor de transformación social que puede derribar muros, desafiar prácticas abusivas y crear un mundo en que la equidad no sea negociable.
En definitiva, el movimiento feminista no es un fenómeno efímero, sino una fuerza colosal que ha recorrido un largo camino, desde las calles pulsantes de protesta hacia el pulso institucional. Aprovechar este momentum y asegurar que las voces feministas sigan resonando en todos los rincones de la sociedad será la clave para cimentar un futuro que no solo aspire a ser mejor, sino a ser justo.