La violencia de género es un fenómeno sociocultural que trasciende fronteras geográficas y temporales, arrastrando consigo un bagaje doloroso que hasta hoy permea nuestras sociedades. Pero, ¿qué entendemos realmente por este concepto? Si examinamos la definición desde una óptica feminista, encontramos que la violencia de género no es solo una serie de actos violentos dirigidos a un individuo por su género; es la manifestación cruda de un sistema patriarcal que perpetúa la dominación, la opresión y el miedo. Aquí nos encontramos ante una batalla que no es solo física, sino esencialmente simbólica.
En el núcleo de esta problemática reside la noción de poder. En términos sencillos, la violencia de género es el uso del poder para intimidar, controlar o agredir a alguien, y esta agresión se basa en una jerarquía de género que enaltece al varón y subyuga a la mujer. Sin embargo, esta dinámica no se limita a una dicotomía meramente binaria. La violencia puede manifestarse de múltiples formas, abarcando no solo la violencia física, sino también la psicológica, sexual, económica y simbólica. Cada una de estas facetas es igualmente devastadora, y cada una sostiene la grandeza del sistema de opresión que la sustenta.
Desde el asesinato de mujeres por razones de género hasta la violencia verbal y emocional que se perpetúa en círculos familiares y comunitarios, la violencia de género es un espectro vasto que exige una reconfiguración de la manera en que entendemos las relaciones interpersonales. ¿Por qué, entonces, seguimos hablando de ‘violencia’ como si fuera un fenómeno aislado y no como un mecanismo social embebido en nuestras normas y valores culturales? Este es un punto crucial en la discusión, pues invita a la reflexión crítica sobre nuestros propios comportamientos y creencias.
Una de las herramientas más poderosas en la lucha contra la violencia de género es el empoderamiento. Hablamos de una resistencia bien fundamentada que transforma a las víctimas en agentes de cambio. Este cambio de perspectiva es indispensable. Cuando una mujer se apropia de su historia y reconoce la violencia que ha sufrido como un acto que la posiciona en el espacio de víctima, no solo se activa en términos de autodefensa, sino que comienza a transformar su entorno. Es imperativo entender que el empoderamiento no se refiere únicamente a la capacidad de reacción frente a la violencia, sino también a la forma en la que nos constituimos como sujetos políticos, capaces de cuestionar el orden establecido.
Pero, no todo es tan sencillo en un mundo impregnado de misoginia y violencias invisibles. Muchas veces, las relaciones que se muestran como armoniosas son en realidad espejos de un proceso de dominación sutil, donde las mujeres son educadas para estar constantemente en una posición de sumisión. Esta educación patriarcal inicia desde la infancia; las niñas y niños son adoctrinados en una narrativa que define roles de género rígidos, promoviendo actitudes que perpetúan la desigualdad. ¿No es asombroso que, a pesar de los avances en derechos y libertades, sigamos en un ciclo vicioso de perpetuación del mismo relato de dominación?
Redefinir la violencia de género implica también desentrañar conceptos como el consentimiento, que es esencial en cualquier relación entre personas. El consentimiento debe ser explícito, informado y entusiasta, y debe ser comprendido en toda su complejidad. La cultura de la violación contemporánea, que se arraiga en mitos y en la normalización de la agresión, nos reta a reeducar nuestra percepción sobre cómo interpretamos, expresamos y defendemos nuestro deseo. No es suficiente hablar de lo que es el consentimiento en el sentido jurídico; es necesario abordarlo desde una perspectiva que visibilice las estructuras de poder implícitas que posicionan a alguien como objeto de deseo y no como sujeto activo de su propio cuerpo.
Así, al examinar lo que significa la violencia de género desde un diccionario feminista, comprendemos que nos encontramos frente a una necesidad imperiosa de transformación social. Si nuestros conceptos acerca de la violencia, el poder y el consentimiento no se reorientan hacia una visión más inclusiva y crítica, seguiremos atrapados en el laberinto de la opresión. La violencia de género no es una cuestión exclusivamente femenina, es una cuestión de humanidad. Lo que hacemos, o dejamos de hacer, impacta al conjunto de nuestra sociedad.
El camino hacia la erradicación de la violencia de género no se forjará de manera unintencionada. Se necesita una revolución de pensamiento, la educación de nuevas generaciones y la creación de un espectro cultural donde la igualdad de género sea un derecho inherente a toda persona. Solo entonces podremos aspirar a un mundo donde el respeto, la empatía y la libertad sean los pilares fundamentales de las relaciones humanas. La lucha ha comenzado; cada quien debe decidir de qué lado se posiciona. ¿Serás cómplice del silencio o alzarás tu voz contra la violencia de género y la cultura que la perpetúa?