El pasado 8 de marzo marcó un hito que no merecemos olvidar. Las calles de Madrid se convirtieron en un torrente indomable de voces, de vidas que reclaman su espacio, su derecho a existir sin temor, a ser escuchadas, a ser respetadas. Atravesar la ciudad ese día fue como sumergirse en una marea imparable; una marea que no solo se manifestaba en la concurrencia física de miles de mujeres, sino en un clamor que resonaba hasta el fondo de nuestras almas.
Así, en un contexto social en el que la lucha feminista ha tenido que enfrentar innumerables obstáculos, la jornada de ese 8 de marzo fue la respuesta contundente a años de silenciamiento. Las mujeres, junto con sus aliados y aliadas, se agruparon bajo un manto de colores morados, un símbolo de la resistencia y la unión. Cada cartel, cada pancarta, se erguía como un estandarte que reivindicaba con furia la equidad y la justicia. ¿Qué pasó ese día en Madrid? O, mejor dicho, ¿qué se forjó ante nuestros ojos?
La mañana temprano comenzó con un aire electrizante. Las calles se llenaron de agrupaciones que iban desde el tenderete familiar a las asambleas vecinales, cada una aportando su particularidad en esta lucha colectiva. Las activistas, verdaderas arquitectas de la revolución, tejieron un relato en el que cada palabra se transformó en un ladrillo que sostenía un castillo de esperanza y resistencia. ¿Acaso no es ese el poder de las mujeres, crear desde lo efímero algo tan robusto como una fortaleza?
Los testimonios de aquellas que se atrevían a hablar resonaban como ecos vibrantes por todas partes. Desde las luchadoras de antaño que pavimentaron el camino hasta las jóvenes que, con ímpetu inquebrantable, crean nuevas sendas. La historia se entrelazaba con el presente en un diálogo continuo, donde cada voz era un hilo de una telaraña fértil que interconectaba experiencias y anhelos. En este entramado, no había espacio para el silencio, ni para la indiferencia.
A medida que transcurría la jornada, los discursos se tornaron en un embeleso casi hipnótico. Las palabras de las oradoras temblaban, no solo en el aire, sino en los corazones de quienes escuchaban. La justicia social, la igualdad de género, el derecho al aborto, los cuidados; todos estos temas se entrelazaron en un mismo grito que corría como un río de lava candente al unísono. Era como si cada una de nosotras, al alzar la voz, desatáramos una tormenta que sacudiera las estructuras patriarcales que han intentado sofocarnos.
Fue un día de confrontación, pero también de celebración. Las mujeres danzaron, rieron y expresaron su rabia a través del arte. Las performances se convirtieron en rituales donde la catarsis se vivía en cada paso, esculpiendo un espacio donde se honraban tanto las victorias como las pérdidas. La cultura feminista se manifestó con esplendor, mostrando que no solo se lucha con palabras, sino también a través de gestos, música y poesía. En este sentido, la jornada se configuró como un manifiesto viviente, donde todas las formas de expresión fueron valoradas, donde la diversidad brilló por su ausencia.
A medida que el sol se ponía, la capital se iluminó no solo con luces artificiales, sino con un fuego interno que cada mujer llevaba en su interior. Cuando la noche envolvió la ciudad, el cierre no fue un final, sino el preludio de lo que está por venir. La determinación de cada manifestante se convirtió en una promesa: esta lucha no cesará hasta que la equidad no sea un derecho garantizado, sino una realidad palpable. El eco de esa jornada quedó incrustado en las piedras de Madrid, resonando por los siglos venideros.
Así entonces, ¿qué pasó realmente en las manifestaciones feministas de Madrid? Lo que ocurrió fue la creación de un nuevo legado. Un legado que desafía las narrativas tradicionales que nos han intentado imponer: que las mujeres son meras espectadoras en sus propias vidas. Esa jornada fue, en todo su esplendor, el epitome de la historia en movimiento; un mosaico humano donde cada pieza cuenta, donde cada historia vale. Y si hay algo que debemos recordar, es que este episodio no es un aislado, sino parte de una larga saga de resistencia.
Queda claro, por lo tanto, que el feminismo no es solo una lucha de mujeres. Es un grito de humanidad. La historia se escribe con cada paso que damos, con cada palabra que pronunciamos. No se trata solo de ser parte de una manifestación; se trata de ser la manifestación misma. Y así, el 8 de marzo de 2023 no fue solo un día más en el calendario; fue un acto audaz y audaz del que todas debemos ser parte, porque, al final, no luchamos solas, luchamos juntas en una misma corriente revolucionaria.