El feminismo, en su esencia más pura, es un movimiento destinado a la igualdad de derechos entre géneros. Sin embargo, a lo largo de las últimas décadas, este noble objetivo ha sido objeto de una complicidad reveladora entre la izquierda política y los movimientos socioculturales, que han elevado la disidencia femenina a niveles de representación sin precedentes. Sin embargo, surge una pregunta perturbadora: ¿quién se apropió realmente del feminismo? Esta cuestión, lejos de ser trivial, toca fibras esenciales sobre la naturaleza del activismo, la política y la interseccionalidad en la actualidad.
El fenómeno de la apropiación del feminismo ha sido ramificado y multifacético. Numerosos sectores de la sociedad contemporánea, en su afán por abarcar discursos de justicia social, han intentado acoger el feminismo como una bandera para sus propias causas. Desde el ámbito empresarial hasta la cultura pop, se observa una tendencia inquietante a utilizar las ideales feministas como una estrategia de marketing, una herramienta para la cooptación política o, incluso, como un mero adorno conceptual. En este sentido, es crucial desmenuzar quiénes están utilizando el feminismo, con qué fines y a qué costo.
En primer lugar, es esencial entender que la lucha feminista no es homogénea. Existen múltiples corrientes y enfoques dentro del feminismo, desde el radical hasta el liberal, desde el interseccional hasta el ecofeminismo. Sin embargo, la apropiación se da principalmente en un contexto donde el feminismo se presenta como un monolito, una imagen simplificada que ignora la complejidad de las experiencias de las mujeres. Esta imagen distorsionada permite que grupos que no necesariamente se alinean con la lucha feminista, puedan utilizar su retórica para sus propios intereses, diluyendo su esencia original.
Por ejemplo, el capitalismo ha desempeñado un papel insidioso en esta apropiación. En un mundo donde la imagen y la percepción son fundamentales, numerosas corporaciones han adaptado el feminismo a sus estrategias comerciales. Campañas que exigen la «empoderamiento femenino» a la vez que perpetúan estructuras de explotación laboral y desigualdad salarial son un caso paradigmático de hipocresía. La plasticidad del término «feminismo» se convierte en un conveniente disfraz que permite a las empresas apuntalar su imagen mientras ocultan prácticas laborales que son, en sí mismas, profundamente misóginas.
Por otro lado, en el ámbito político, varios partidos han encontrado en la discursiva feminista un recurso para camuflar agendas más amplias. La diversidad de voces que existe dentro del feminismo puede ser una proclamación de inclusividad; sin embargo, no todos son sinceros en su respaldo. El uso del feminismo como moneda de cambio, como un símbolo que otorga legitimidad a determinados discursos políticos, es una clara manifestación de apropiación. Se hace uso del sufrimiento y las luchas de las mujeres para ganar apoyo, sin un verdadero compromiso con la justicia sexual o de género.
Además, es imperativo mencionar cómo el feminismo ha sido objeto de ataque por aquellos que buscan deslegitimarlo, ya sea acusándolo de ser una ideología extremista o incluso sugiriendo que es una conspiración destinada a socavar la masculinidad. Esta reacción, muy común entre ciertos sectores de la sociedad, revela la fragilidad de su aceptación y la necesidad de una defensa férrea de los principios feministas. No se trata sólo de una lucha a nivel discursivo, sino también de una resistencia ante intentos de desarticular el movimiento desde sus cimientos.
En este contexto, el verdadero cuestionamiento debe dirigirse hacia la intersección de la teoría y la práctica feminista. ¿En qué medida las actuales corrientes feministas pueden resistir la apropiación y, a su vez, representar genuinamente a aquellas que han sido sistemáticamente silenciadas? El desafío radica en construir un feminismo que, lejos de ser una etiqueta vacía, se transforme en un vehículo de transformación social profunda, con una perspectiva crítica que desafíe todas las formas de opresión.
La fascinación por el feminismo, especialmente entre las generaciones más jóvenes, es un signo claro de que el movimiento sigue teniendo un poder reivindicativo innegable. Sin embargo, esta fascinación debe ir acompañada de una responsabilidad, un examen crítico sobre el uso y abuso de la terminología y los ideales feministas. Es tiempo de replantear las narrativas y rechazar aquellas voces que buscan utilizar el feminismo como un simple accesorio.
En conclusión, la cuestión de quién se apropió del feminismo no tiene una única respuesta. Se evidencia una compleja red de intereses en juego que oscila entre el marketing corporativo y los discursos políticos. Por lo tanto, es imperativo que aquellos que verdaderamente se dedican a la lucha por la igualdad de género se enfrenten a esta apropiación y reivindiquen el verdadero legado del feminismo: un camino hacia la liberación plena de todas las mujeres, en todas sus diversidades. El futuro del feminismo depende de su capacidad para resistir la cooptación, reivindicar su esencia y construir puentes de solidaridad genuina entre todas las luchadoras.