De cómo el feminismo me arruinó la vida (y lo que aprendí en el proceso)

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Vivir en una sociedad donde el feminismo ha irrumpido como un grito de guerra es, a menudo, ser parte de una encrucijada. Las mujeres, desde tiempos inmemoriales, han lamentado las penurias de un mundo patriarcal que las ha subestimado, relegado y oprimido. Sin embargo, cuando una mujer se adentra en el feminismo, lo que se presenta como un empoderamiento puede transformarse en un cataclismo personal. Así comienza la historia de cómo el feminismo me arruinó la vida, y por qué, a pesar de ello, me siento redimida. Una historia que no es sólo personal, sino un espejo de una realidad social más amplia.

El primer impacto fue la revelación. Al investigar y leer sobre las injusticias que plagaban a las mujeres, se abrió ante mí un mundo de conocimiento que antes me era ajeno. La historia de nuestras hermanas, sus luchas, sus victorias y derrotas. Sin embargo, este conocimiento produjo una angustia casi existencial. ¿Cómo era posible que, en pleno siglo XXI, todavía lidiáramos con tales desigualdades? La frustración y la rabia fueron inevitables. Me vi arrastrada a un abismo de insatisfacción. La vida cotidiana, los momentos simples de felicidad, se nublaron por la conciencia de un sistema que privilegia la opresión.

Los círculos feministas, inicialmente, se presentaron como refugios, espacios de solidaridad y comprensión. Pero pronto noté que detrás de la fachada de unidad, anidaban tensiones y divisiones profundas. La diversidad de opiniones y la polarización de perspectivas no sólo eran evidentes; eran casi aplastantes. Cada encuentro se transformaba en un debate acalorado. La agenda, a veces un tanto dogmática, propiciaba el surgimiento de una especie de frenesí ideológico. La necesidad de alinearse con una corriente particular del feminismo se volvió una exigencia sofocante. En mi afán por pertenecer, perdí de vista mi individualidad.

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La lucha feminista se convertía en un ejercicio casi religioso; mujeres que habían encontrado en este movimiento un propósito, a menudo descalificaban a aquellas que no se alineaban con su visión. El cuestionamiento de mis propias creencias, la constante introspección sobre mis decisiones y mis relaciones personales se volvieron una carga. La autocrítica feroz que me autoimpuse afectó a mis vínculos. La idea de que cualquier forma de apoyo a lo que pudiera ser considerado «patriarcal» me convertía en cómplice, me llevó a romper relaciones que, de otro modo, hubieran sido invaluables.

Esta nueva dinámica no solo afectó mi vida social. Mi relación con mi familia se tornó tensa. Mi madre, una mujer valiente que había luchado por su espacio en un mundo predominante masculino, no entendía mis convicciones radicalizadas. La discusión sobre el feminismo se convirtió en un campo de batalla generacional. Ella, con su enfoque práctico y basado en experiencias, chocaba contra mis dogmas teóricos, destacando la diferencia entre vivir una realidad frente a estudiarla desde la distancia.

El dilema radicaba en que, mientras más me inmersaba en el feminismo, más aislada me sentía. Este sentimiento de soledad, junto con el agotamiento intelectual, me llevó a cuestionar el propósito del movimiento. Si bien estaba -y estoy- convencida de la necesidad del feminismo, no pude evitar preguntarme: ¿esto realmente nos empodera, o nos arrastra hacia la fragmentación y el desacuerdo? Esta disonancia se convirtió en el germen de mi desilusión.

La palabra ‘división’ reverberaba en mis pensamientos. La observación de feministas en constante lucha entre sí, descalificándose y apartándose unas de otras, me hacía reflexionar sobre la forma en que la lucha por la igualdad, en lugar de unificarnos, había creado una competencia por quién tenía la interpretación más pura o más correcta del feminismo. Este ambiente tóxico generaba desconfianza y recelo, cuando en realidad debería ser un espacio de acogida y sororidad.

Sin embargo, a medida que enfrentaba las incoherencias de la ideología, una chispa de claridad comenzó a encenderse en mi interior. Aprendí que el feminismo no es un monolito. Reconocer y aceptar que existen múltiples corrientes, cada una con sus validez y matices, representa una evolución esencial. Se vuelve imperativo encontrar un equilibrio entre la lucha colectiva por los derechos y la preservación de la individualidad. Al final del día, el feminismo debería guiarnos hacia un mundo más inclusivo, donde la voz de la mujer, en toda su diversidad, se escuche y se celebre.

Mi viaje personal con el feminismo, aunque plagado de obstáculos, me ha enseñado un valor invaluable: la importancia de la empatía. Comprender que cada mujer tiene su propia historia y sus propias luchas, contribuye a un enfoque más amplio y enriquecedor del feminismo. La lucha no es solo por los derechos de unas pocas; es una batalla por la dignidad de todas. A pesar de las decepciones, a pesar de las fracturas, el feminismo puede ser restaurador si elegimos trabajar juntas, en lugar de fragmentarnos.

En conclusión, el feminismo, aunque me arruinó la vida de muchas maneras, me condujo a una introspección profunda y a la realización de que la verdadera lucha no radica en fragmentarse, sino en unirse. Cada desafío, cada obstáculo, forjaron no sólo una comprensión más rica del mundo que me rodea, sino también la importancia del diálogo sincero y la autenticidad en la lucha por la igualdad. La historia que se teje en la intersección de nuestras vidas feministas es, en última instancia, una historia de resiliencia.

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