El feminismo, lejos de ser una corriente anacrónica o irrelevante, se erige como un baluarte de la lucha por la justicia social. Para quienes afirman que el feminismo no sirve, es imperativo deconstruir esta noción, adentrándonos en un análisis crítico que revele no solo sus logros, sino también las complejidades que dan forma a esta vasta lucha.
Primero, es fundamental definir qué entendemos por feminismo. No se trata simplemente de un movimiento que aboga por los derechos de las mujeres, sino un marco teórico y práctico que cuestiona las estructuras de poder y desigualdad que perpetúan la opresión. En este contexto, el feminismo se convierte en un prisma a través del cual se observa no solo la condición de la mujer, sino todo un entramado social que afecta a diversas identidades de género, razas y clases sociales.
Una observación comúnmente esgrimida por quienes critican el feminismo es la idea de que ha perdido su rumbo; que se ha convertido en un símbolo de división, en lugar de unidad. Pero en realidad, esta percepción es una simplificación grotesca de la misión feminista. La lucha por la equidad de género no se reduce a meras estadísticas sobre salarios o representación en espacios de poder. Implica una transformación cultural profunda que cuestiona las normas establecidas y fomenta un diálogo pluralista sobre la sexualidad, la maternidad, la salud y la autonomía corporal.
En realidad, la fascinación por el feminismo proviene de su capacidad para desafiar el status quo. Quienes soslayan su importancia suelen obviar el hecho de que el feminismo ha sido, y sigue siendo, una herramienta vital en la consecución de derechos fundamentales. Pensemos en el sufragio: a principios del siglo XX, mujeres de diversas partes del mundo lucharon por el derecho a votar y participar en la vida política. Este no es un mero relato histórico; es un recordatorio de que el feminismo ha sido la chispa de cambios sociales inexcusables.
La retórica que intenta descalificar el feminismo también a menudo ignora el contexto de violencia y desigualdad que enfrentan millones de mujeres a diario. Desde la violencia doméstica hasta el acoso sexual, el feminismo ha sido un aliado crucial en la denuncia de estas injusticias. Afirmar que el feminismo no sirve es, en esencia, un acto de desdén hacia las experiencias vividas de aquellas que han sido objeto de discriminación. Es ignorar la herencia de inequidad que, lamentablemente, aún persiste en nuestras sociedades.
No se puede hablar de feminismo sin considerar su interseccionalidad. Esta noción, que se ha incorporado en los debates contemporáneos, subraya que la opresión no es un fenómeno unilateral. La clase social, la etnicidad, la orientación sexual y la identidad de género juegan un papel crucial en la experiencia de cada individuo. Ignorar esta complejidad es reducir una lucha rica y diversa a un mero punto de vista dotado de rigidez. El feminismo contemporáneo abraza esta diversidad, lo que lo convierte en un aliado no solo para las mujeres, sino para todos aquellos que se ven afectado por sistemas opresivos.
Por otro lado, también es importante destacar que el feminismo no promete una solución mágica, un elixir que erradique todos los males de la sociedad. En vez de ello, se presenta como un proceso dinámico, un movimiento que exige persistencia y adaptabilidad. El feminismo no es un monolito, sino un mosaico de voces que, aunque a veces disonantes, se unen en su condena a la desigualdad.
Quienes argumentan que el feminismo ya no tiene relevancia a menudo están mirando solo en una dirección. Ignoran la globalidad de la lucha feminista y cómo esta se manifiesta en diversas culturas. Desde India hasta América Latina, las mujeres lideran movimientos que desestabilizan estructuras patriarcales profundamente arraigadas. Al hacerlo, proporcionan un modelo de resistencia que se torna inspirador para otras regiones del mundo.
En consecuencia, entender el feminismo como un fenómeno desprovisto de utilidad es una falta de respeto a la resistencia histórica de innumerables mujeres. Nos invita a analizar nuestra propia complicidad en las estructuras de poder que perpetúan la opresión. Reconocer que el feminismo es una respuesta a la injusticia nos plantea un desafío: ser conscientes de nuestras actitudes y acciones cotidianas, y cómo estas se entrelazan con las luchas de los demás.
Así, es crucial rebatir la idea de que el feminismo no sirve. No solo es una herramienta de empoderamiento, sino también un proceso de aprendizaje colectivo. En última instancia, el feminismo se reafirma como una respuesta fundamental a la anacrónica percepción de que los derechos de las mujeres son negociables. Pretender descalificarlo es perder de vista la realidad de un mundo en el que la equidad es no solo deseable, sino necesaria.
La verdadera conversación debería centrarse en cómo podemos, como sociedad, abrazar los principios feministas para construir un futuro donde la justicia y la igualdad sean la norma, no la excepción. Con esta intención, abordamos un camino hacia la emancipación que, lejos de dividir, propone un horizonte compartido de esperanza y dignidad para todos.