Progres y feminismo: ¿Apoyo genuino o pose superficial?

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El feminismo ha alcanzado un hito pivotal en la conciencia pública, generando debates fervorosos sobre su intersección con diversas ideologías políticas. Entre ellas, el progresismo se encuentra en un lugar privilegiado, acompañado de un discurso que a menudo se declara aliado del feminismo. Pero surge una pregunta inquietante: ¿su apoyo es genuino o se trata de una pose superficial? Esta dicotomía nos lleva a una reflexión crítica sobre las acciones, discursos y compromisos de quienes se autodenominan progresistas en el contexto de la lucha por la igualdad de género.

Para abordar esta cuestión, primero es imperativo definir qué entendemos por progresismo en la actualidad. Se trata de una corriente política que aboga por reformas sociales, políticas y económicas con el fin de promover la justicia y la equidad. Sin embargo, dentro de este marco, es crucial distinguir entre el apoyo genuino al feminismo y el uso del discurso feminista como una estrategia de marketing. Los progresistas a menudo adoptan una retórica de equidad y justicia social, pero ¿en qué medida sus acciones respaldan realmente esos ideales?

La polémica comienza cuando observamos la manera en que los progresistas utilizan la imagen del feminismo para sumar puntos en su agenda política. Muchos líderes y figuras públicas se llenan la boca defendiendo la causa femenina, pero cuando se trata de implementar políticas concretas, la situación es notablemente distinta. ¿Cuántas veces han llegado a la mesa de negociaciones con propuestas que verdaderamente benefician a las mujeres? La respuesta nos indica que, a menudo, el apoyo se queda en el plano discursivo y no se materializa en cambios tangibles que realmente representan el anhelo de igualdad.

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Por otra parte, el concepto de feminismo ha evolucionado y diversificado en años recientes. Hoy en día, entendemos que no hay una única manera de ser feminista. Desde el feminismo radical hasta el liberal, cada vertiente presenta sus propias propuestas y metodologías de lucha. Sin embargo, los progresistas tienden a alinearse únicamente con aquellas formas de feminismo que son cómodas y que no desafían el statu quo político, social y económico. Esta selección selectiva es, en sí misma, un claro indicio de que su apoyo puede ser más una fachada que una manifestación auténtica de solidaridad.

Un caso emblemático de esta dinámica es la lucha por la protección de los derechos reproductivos. Mientras que muchos progresistas gritan a los cuatro vientos su apoyo al derecho a decidir, en la práctica, observamos cómo los recortes en servicios de salud y educación sexual afectan desproporcionadamente a las mujeres en situaciones vulnerables. La paradoja surge cuando vemos a estos mismos progresistas en eventos benéficos, vestirse con camisetas que proclaman el feminismo, aun a sabiendas de que sus políticas perpetúan una inequidad sistémica. Esto plantea una grave interrogante sobre la sinceridad de su apoyo y la responsabilidad que tienen al momento de abogar por verdaderos cambios.

Al adentrarnos en la retórica utilizada en campañas políticas, es evidente que el lenguaje inclusivo y las promesas categóricas se han convertido en herramientas de persuasión más que en compromisos reales. La superficialidad de esta estrategia se vuelve aún más evidente cuando consideramos los sistemas de opresión que siguen vigentes, como el patriarcado, el racismo y el capitalismo, que son simultáneamente ignorados y, a veces, alimentados por políticas progresistas que se dicen feministas. En este sentido, nos encontramos ante un control de daños más que un acto de defensa del feminismo genuino.

A medida que evolucionamos hacia una sociedad que demanda justicia de manera más contundente, es esencial adoptar una mirada crítica también hacia el progresismo. La intersección del feminismo con otras luchas sociales, como el antirracismo y la lucha por los derechos LGBTQ+, refuerza la necesidad de un feminismo inclusivo y multifacético. Sin embargo, el progresismo tradicional en ocasiones no se confronta con el temor a perder su base de apoyo o a desestabilizar el sistema político que les beneficia. Esta complacencia resulta en un apoyo que carece de profundización, donde se ignoran las voces de las mujeres que no encajan en el paradigma homogéneo que predican.

El peligro de esta farsa no se limita al ámbito político. La cultura popular, cada vez más inundada de términos como «feminismo» y «empoderamiento», corre el riesgo de trivializar el verdadero significado de estas luchas. Las redes sociales están repletas de influencers que proclaman el feminismo como un accesorio de moda, pero que no engrosan las filas de aquellas que luchan en el frente por derechos laborales, la eliminación de la violencia de género o la equidad salarial. Se necesita una crítica radical a esta banalización que despoja al feminismo de su esencia, convirtiéndolo en un producto de consumo en lugar de una lucha necesaria.

Es hora de que se produzca un cambio real en la narrativa y se exija responsabilidad. Las mujeres y los grupos vulnerables necesitan aliados genuinos que no solo hablen de solidaridad, sino que actúen en consecuencia. Identificar y desenmascarar aquellas posturas que son meros gestos vacíos, es el primer paso para fomentar una verdadera coalición que proteja los derechos de todos y todas. Solo así podremos transformar la lucha feminista en un movimiento robusto, sustentado en la acción y no en la palabrería.

Finalmente, es esencial recordar que el feminismo es un campo de batalla donde todos deben elegir su bando. La pregunta no debería ser solo si los progresistas apoyan al feminismo, sino si están dispuestos a renunciar a sus privilegios en aras de una lucha más equitativa. Porque, al final, es esa disposición la que marcará la diferencia entre un apoyo auténtico y una pose superficial que, aunque popular, no logra transformar la real opresión que enfrentan millones de mujeres cada día.

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